Di Benedetto. Sonriente en la intimidad, como lo describieron diversos amigos. |
Antonio Di Benedetto. A 30 años de su fallecimiento, lo
celebran nuevas ediciones, un documental y la adaptación al cine de su gran
novela “Zama”, por Lucrecia Martel.
POR MARCH MAZZEI
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La lectura de Zama, veneno irresistible
Uno que anduvo en todas
Ni pobre ni solo ni abandonado. Durante sus dos últimos
años, Antonio Di Benedetto vivió en Buenos Aires rodeado de amigos que habían
impulsado su regreso en 1984, después de seis años de exilio. A pesar de la
leyenda que circuló durante mucho tiempo, de que había muerto en estado de
miseria –se llegó a decir que dormía debajo de las escaleras de los edificios–,
atravesó un período de sosiego. Trabajó durante un año en la Secretaría de
Cultura del alfonsinismo y luego en la Casa de Mendoza. Era socio del Cineclub
Núcleo, participaba de talleres literarios como invitado, daba charlas en
universidades y semana a semana recibía pedidos de entrevistas –de Jorge Urien
Berri a Jorge Lanata– y llamados telefónicos de admiradoras fervorosas. Di
Benedetto ya era, desde luego, el reconocido autor de las novelas Zama , El
silenciero y Los suicidas , y de los cuentos de El juicio de Dios , El cariño
de los tontos y Caballo en el salitral . Obras que lo ubicaron en el canon
argentino y cuya vitalidad evidencian frecuentes reediciones y, a 60 años de su
primera publicación, la adaptación al cine de Zama , la esperada película de
Lucrecia Martel, hoy en etapa de posproducción.
Los detalles del final de su vida surgen del testimonio
de la hermana de su última mujer, Graciela Lucero, 25 años menor y “casi su
secretaria” cuando Di Benedetto ocupó el escritorio de asesor de cultura en la
Casa de Mendoza. “Él estaba en el departamento que le habían prestado unos
amigos en Laprida y Las Heras, y Graciela vivía conmigo en Libertador y Callao,
así que caminando ida y vuelta esas 15 cuadras compartían los días”, relata
Cristina Lucero, testigo privilegiada de aquellos días. La hermana mayor
confidente admite que esta relación, de la que los padres nunca supieron, no
era bien vista por sus hermanos varones, que nunca habían oído hablar del
escritor. Era un secreto que la pareja también guardó frente a sus compañeros
de trabajo. Sin embargo, compartían una nutrida vida social y literaria. Las
fotos de las tertulias en la casa de su amigo Juan Jacobo Bajarlía, o en lo de
Nicolás Sarquís (cineasta que no logró terminar su versión de Zama ), no pueden
disimular el encantamiento entre ellos. Allí, Di Benedetto acaparaba la
atención y respondía en sus medios tonos a las inquietudes, aunque evitaban
preguntarle por la cárcel.
Desde una perspectiva íntima, el testimonio de Cristina
estará incluido en Tras la sombra de Di Benedetto . Este y el volumen de 800
páginas de Escritos periodísticos (1943-1986) , además de un nuevo documental,
son otros tributos a la vida y obra de un autor insoslayable en lengua
castellana, a 40 años de su secuestro y encarcelamiento ilegal por parte de la
dictadura militar instaurada en 1976, y a 30 años de su fallecimiento.
Las conexiones entre ese hombre que sentado en la sala de
su departamento en Libertador, copa de vino en mano, le aseguraba que la
relación con su hermana “iba en serio”, y el Antonio Di Benedetto que es parte
de la historia de la literatura argentina, aparecieron con el tiempo. Recién
con la muerte de su hermana, en la década del 90, al leer las entrevistas y los
estudios críticos, Cristina Lucero encontró una síntesis entre el hombre y el
artista, una coherencia. Y todo fue casual: Graciela Lucero no había abierto las
cajas que quedaron en su departamento después de la muerte de Di Benedetto. “Mi
hermana nunca quiso hacerlo, porque le revolvía el alma, como decía”. Ahí
encontró lo que la pareja había guardado, lo que los amigos le hacían llegar:
correspondencia con universidades extranjeras y editores, manuscritos, fotos y
cartas personales. Ese material sigue dando pistas.
Di Benedetto tenía 54 años cuando fue secuestrado y 64
cuando murió. La misma noche del 24 de marzo de 1976, el vicedirector del
diario Los Andes que había construido una sólida carrera literaria –ya había
publicado sus principales libros– se convirtió en el primer escritor detenido
por la dictadura. Compartía los primeros días con sus colegas en una celda del
Liceo Militar General Espejo. Pero nadie nunca lo visitó en la cárcel de
Mendoza. Sólo un par de amigos en La Plata, donde había sido trasladado. Los
mecanismos del miedo y la cobardía se activaron y perdió todo contacto con su
familia.
De los papeles encontrados emergen detalles dolorosos. Al
día siguiente de su secuestro, la patrulla que irrumpió en su casa en busca de
evidencias que lo vincularan con alguna organización armada vació armarios
repletos de libros y cartas. Entre las cartas su esposa descubre la prueba del
delito: las de una cordobesa que moría de amor por él apuntalaron la decisión
de quebrar el vínculo. Pero había más: un documento dirigido a la Caja Nacional
de Previsión podría ser la respuesta a la sensación de que el diario Los Andes
le había “soltado la mano”. Durante los primeros días de detención, le hicieron
firmar la renuncia a todos los empleados encarcelados, aparentemente bajo
promesa de continuar pagándoles el sueldo a las familias. También aparece la
carta en papel envejecido en la que Di Benedetto, ya en Buenos Aires, solicita
su jubilación por los años de aporte como periodista, con detalles, de su
propia mano, de las condiciones de detención y las torturas. Burocracia
mediante, al final llegó el benefició, pero ya estaba internado, sin
conocimiento, y ni siquiera se enteró.
En estos días de homenajes surge una nueva versión sobre
su detención. El libro Antonio Di Benedetto, periodista explica que el escritor
había publicado, a partir de 1972, notas sobre la represión policial y los
atentados de grupos parapoliciales, fotos de presos e información acerca de
procedimientos irregulares, desafiando a la censura. Los testimonios de sus
compañeros de detención avalaron por años esta versión. Otra explicación, con
estatus de rumor, sugiere que una frase a propósito de la llegada de los
militares al poder, en medio de una charla informal de la “mesa de los galanes”
de la que formaba parte, lo habría destinado al calvario y al destierro. Entre
las dos posiciones se debate el mito del intelectual detenido arbitrariamente y
el periodista comprometido que desafió la censura.
Para Di Benedetto el golpe militar significó el paso de
una vida acomodada a la desprotección absoluta. Dejó su casa para nunca más
volver. Perdió sus papeles, las notas de conferencias sobre literatura
fantástica que había dado en 1955 en la Biblioteca Nacional, invitado por
Borges, y todos sus recortes. Ni una camisa, ni una lapicera se llevó al
encierro. Al exilio partió con una valija ajena, ropa prestada y un boleto de
avión que había ganado en un concurso. Gracias a las presiones internacionales
encabezadas por el Premio Nobel Heinrich Böll, e impulsadas por Adelma Petroni,
Sabato, Victoria Ocampo, y por editoriales del Buenos Aires Herald que dirigía
Robert Cox, Di Benedetto recuperó la libertad tras 17 meses y 7 días.
De sus días de encierro quedaron los relatos de Absurdos
, editado en España en 1979, y una sensación de desprotección física como
secuela de la tortura. El libro se escribió a partir de papelitos que les hacía
llegar a Petroni, Rodolfo Braceli y Abelardo Arias. Los rastros que dejó esa
década en su cuerpo fueron imborrables. Sufrió cuatro simulacros de
fusilamiento y golpes en la cabeza, todos los días a la misma hora. Aunque
siguiera escribiendo en los años 80, no puede sorprender su envejecimiento
temprano y una visible dificultad al caminar. “En su baúl traía el haber sido
preso de la dictadura –admite Cristina Lucero– y era un baúl que no podía abrir
con cualquiera, y eso le provocó una especie de auto-exilio”.
Con la recuperación de la democracia, varios escritores
pero en especial Ernesto Sabato con la promesa de un puesto, comienzan a
convencerlo de que volviera. El mismo día que regresa a la Argentina, se había
organizado un homenaje en el Centro Cultural San Martín, con Enrique Molina,
Juan Carlos Martini, Jorge Lafforgue, Lito Cruz y Manuel Antín. Un grupo de
escritores, entre los que se encontraba Ricardo Piglia, lo recibe en el
aeropuerto y lo llevan directo a la calle Corrientes. Nicolás Sarquís se había
ocupado de que su hija Luz llegara desde Mendoza: fue la primera vez que se
encontraron desde el día del golpe de estado y el secuestro. Graciela Lucero
dejó un testimonio en un artículo publicado en La Capital de Rosario: “Su
presencia encantaba, fascinaba... Contrariamente a lo que se recuerda de
Antonio, sólo al pensarlo se me dibuja una sonrisa”. Para definirlo, eligió
cuatro palabras: “magia, juego, picardía y juventud. Para mí era tan joven, tan
pícaro. Nadie ha escrito sobre su gran arte de seducción, en eso también era un
maestro. Él lo sabía y se divertía mucho con sus acertados piropos”.
Periodistas mendocinos se hicieron eco del abandono de su
tumba. Durante este año, los restos de Antonio Di Benedetto, que hasta la fecha
permanecían en el subsuelo del panteón de periodistas en el cementerio de Las
Heras, sin siquiera una placa recordatoria, serán trasladados al sector de
Personalidades Ilustres en la capital mendocina. Cuando Graciela Lucero le
contó, susurrándole al oído en su cama del Hospital Italiano de Buenos Aires,
que la Universidad de Cuyo le había otorgado un título Honoris Causa, el autor
de Sombras, nada más soltó su última lágrima.
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