(Por Alberto Manguel)
Como la
experiencia muestra, la debilidad de nuestra memoria olvida fácilmente no sólo
los actos ocurridos hace mucho tiempo, sino también los recientes de nuestros días. Es,
pues, muy conveniente y útil poner por escrito las hazañas e historias antiguas
de los hombres fuertes y virtuosos para que sean claros espejos, ejemplos y
doctrina para nuestra vida, según afirma el gran orador Tulio".
Así comienza la
novela que, entre los pocos libros perdonados de la biblioteca de Don Quijote,
el cura rescata por ser "un tesoro de contento y una mina de
pasatiempos": el Tirant lo Blanc de Joanot Martorell y Martí Joan de
Galba. "Llevadle a casa y leedle", le dice a su compadre el barbero,
"y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho".
El Tirant
justifica su propia existencia como un remedio a nuestra flaca memoria, como
depósito de nuestra experiencia pasada, como espejo de valores antiguos y de
enseñanza meritoria. Eso quiso su autor, pero sus lectores, menos ambiciosos,
como aquel cura de La Mancha,
no se preocuparon por tales noblezas y lo recomendaron por razones más sutiles
y menos graves: por dar contento, proveer pasatiempo, provocar deleite. El
censorio cura y el ensañado barbero condenaron a las llamas aquellos libros de
Don Quijote que, a sus ojos, pecaban de revueltos, disparatados, arrogantes,
duros, secos -es decir, libros que no les gustaban-. Porque en el momento de la
verdad, frente a la salvación o a la hoguera, para un verdadero lector lo que
importa es el placer.
Pero, ¿qué es
este placer? ¿En qué consiste ese extraño sentimiento de intimidad compartida,
de sabiduría regalada, de maestría del mundo a través de un mero juego de
palabras, de entendimiento adquirido como por acto de magia, de manera profunda
e intraducible? ¿Por qué nos lleva a rechazar ciertos libros sin misericordia y
a coronar a otros como clásicos de nuestra devoción si algo en ellos nos
conmueve, nos ilumina, pero por sobre todo nos deleita?
Como lectores,
nuestro poder es aterrador e inapelable. No nos enternecen ni las súplicas de
los críticos ni las lágrimas de los lectores que nos han precedido.
Implacables, a través de los siglos, juzgamos y volvemos a juzgar a los libros
que ya se creían a salvo. Por puras razones de gusto, en el paraíso de la
lectura, Cervantes ocupa el lugar que Martorell y Galba han perdido a pesar del
juicio del mismo Cervantes. ¿Nuestros abuelos adoraban a Anatole France y a
Mazo de la Roche?
A nosotros no nos gustan: al infierno con ellos. ¿Melville fue despreciado y
Kafka vendía apenas unos pocos ejemplares? Hoy Melville está sentado a la
diestra de Dante y una primera edición de La metamorfosis de Kafka vale unos
seis mil euros. Si debemos justificarnos, inventamos razones estéticas,
culturales, filológicas, históricas, filosóficas, morales. Pero la verdad es
que, a fin de cuentas, nuestros juicios son casi todos refutables fuera del
campo hedonista.
El lema de todo
verdadero lector es De gustibus non est disputandum. "De gustos no se
discute", o, como se dice en castellano, "sobre gustos no hay nada
escrito". El proverbio latino dice la verdad; la traducción castellana
miente. Nuestro placer no admite argumentos; admite en cambio una infinidad de
escritos, los exige. Al fin y al cabo, ¿qué son las bibliotecas sino archivos
de nuestros gustos, museos de nuestros caprichos, catálogos de nuestros
placeres?
El placer de la
lectura, que es fundamento de toda nuestra historia literaria, se muestra
variado y múltiple. Quienes descubrimos que somos lectores, descubrimos que lo
somos cada uno de manera individual y distinta. No hay una unánime historia de
lectura sino tantas historias como lectores. Compartimos ciertos rasgos, ciertas
costumbres y formalidades, pero la lectura es un acto singular. No soñamos
todos de la misma manera, no hacemos el amor de la misma manera, tampoco leemos
de la misma manera.
Para ciertos
lectores, el placer de la lectura es uno de intimidad. Ese espacio amoroso que
un lector crea con su libro no admite otra presencia. El niño que lee bajo la
manta a la luz de una linterna cuando se le ha ordenado dormir, el adolescente
acurrucado en el sillón para quien el único tiempo que transcurre es el del
cuento que está leyendo, el adulto aislado de sus congéneres en un atiborrado
vagón de tren o en un bullicioso café, encuentra su placer en un mundo creado
sólo para él. Proust volvía al comedor una vez que la familia había salido a
pasear para hundirse en el libro que estaba leyendo, rodeado solamente de los
platos pintados colgados en la pared, del almanaque, del reloj, todos objetos,
nos dice, "muy respetuosos de la lectura", que "hablan sin
esperar respuesta y cuya jerga, a diferencia de la de los humanos, no trata de
reemplazar el sentido de las palabras leídas con un sentido diferente".
Dos horas de placer hasta la entrada de la cocinera que, con sólo decir
"así no puede estar cómodo. ¿Y si le traigo una mesita?", lo obligaba
a detenerse, a buscar su voz desde muy lejos, a sacar las palabras de su
escondite detrás de los labios y a responder, "No, gracias", con lo
cual el encanto quedaba roto. El placer de la lectura no admite terceros.
Pero hay
lectores para quienes la experiencia compartida prolonga y profundiza el placer
de la intimidad. Acabo de leer un párrafo que me encanta y, antes de cerrar el
libro o pasar a otra página, quiero leérselo a otros, regalar a un amigo el
nuevo placer descubierto, formar un pequeño ruedo de admiradores de ese texto.
Dar un libro a otro lector es decirle: "Éste fue mi espejo; ojalá sea el
tuyo". Es así como creamos asociaciones de lectores que tienen algo de
sociedades secretas, y es gracias a ellas que ciertos autores no han
desaparecido de nuestras bibliotecas canónicas. He regalado innumerables
ejemplares de Su mujer mona de John Collier, de la autobiografía de Henry
Green, de Contra la corriente de James Hanley, de Rosaura a las diez de Marco
Denevi, para poder hablar de lo que me gusta, para que mi placer tenga un eco.
En su diario, Hervé Guibert cuenta que compró las Cartas a un joven poeta de
Rilke para leer al mismo tiempo que su amigo el libro que éste se había llevado
de viaje.
Intimidad solitaria
y compartida. La lectura nos ofrece también el placer de la inteligencia. ¿Qué
otro arte nos permite pensar con Pascal, razonar con Montaigne, meditar con
Unamuno, seguir los vericuetos de la mente de Vila-Matas o de Sebald? No se
trata de dejarse convencer con argumentos ajenos, lo que se ha llamado
"terrorismo intelectual". Se trata de ser invitados a un momento de
reflexión, de convertirnos en testigos de la creación de una idea, como ocurre
en los diálogos de Platón o en las novelas de Gombrowicz. Se trata de escuchar
y pensar. El resultado puede o no ser compartido; poco importa, ya que el
recorrido intelectual no prevé ni conclusión ni destino preciso. Cerramos
ciertos libros y nos sentimos más inteligentes, resultado que el autor no puede
nunca prever. "El arte alcanza una meta que no es la suya", escribió
Benjamin Constant. Lo mismo puede decirse de la lectura. El placer de la
inteligencia significa al menos dos cosas: disfrutar del uso de la razón y
disfrutar del reconocimiento del mundo. Es banal recordar que la lectura nos
lleva a regiones insospechadas; menos banal es recordar que nos hace ciudadanos
de tales regiones. Para un lector, todo libro es un museo del universo y, a
veces, el universo mismo. Los lectores habitamos El Cairo de Naguib Mahfouz,
las islas de Conrad, el Madrid de Galdós, pero también la luna de Wells y de
Verne, los universos soñados por Lovecraft y Ursula K. Le Guin, el País de las
Maravillas de Lewis Carroll. Hay un cuento (ya no sé quién lo escribió) en el
que un hombre leyendo las aventuras de otro que se pierde en el desierto muere
de hambre y de sed en su cama, rodeado de comida y de bebida. De forma algo más
moderada, todo lector conoce el placer de habitar el mundo creado por otros, de
ser su explorador y su cartógrafo.
Un auténtico
explorador goza de lo que encuentra, sea bueno o sea malo; un lector también.
Que un libro nos parezca pésimo no significa que no nos pueda dar placer. Los
grandes poetas nos deleitan; otros menos agraciados también son capaces de
hacerlo. El inglés Charles Waterton, famoso conocedor de las selvas de
Suramérica, se extasiaba ante los animales más feos de la creación, como por
ejemplo el sapo de Bahía, repugnante criatura que el Dr. Waterton cogía
tiernamente en su mano y acariciaba con cariño, mientras hablaba emocionado de
la profunda mirada y espléndido brillo de los ojos del batracio. Igual hacen
los lectores con cierta mala literatura. Parafraseando a Wilde, yo diría que
hay que tener un corazón de piedra para no morirse de risa ante ciertas páginas
de Azorín o de Ángeles Mastretta. O ante este verso del poeta mexicano Díaz
Mirón: "Tetas vastas como frutos del más pródigo papayo". Tales
abominaciones tienen la marca de un genio.
Tom Stoppard
escribió que para saber si un escritor es bueno o malo, hay que preguntarle a
su madre. Más interesante, más entretenido, más placentero es descubrir si es
un visionario. Quiero decir, si es capaz de revelarnos en su obra esos pequeños
secretos que misteriosamente dan sentido al universo, diciéndonos lo que no
sabíamos que sabíamos. Elijo una frase al azar, de la novela de Ana María Moix
Las virtudes peligrosas: "La experiencia, en contra de lo que la gente
suele opinar, no es ninguna forma de sabiduría... La experiencia, créame,
amigo, no es más que una forma de nostalgia".
Tales
revelaciones resultan menos insólitas que verdaderas. El lector sabe que, en
tales casos, el placer no resulta de la sorpresa, que es obra del azar, sino de
la confirmación de algo que ya ha intuido vagamente. La orden de Diaghilev a
Cocteau
-Étonnez-moi!
"¡Sorpréndame!"- es el deseo de un empresario, no el de un auténtico
lector. El lector acepta las sorpresas del texto como un preámbulo amoroso
-descubrir que alguien toma café en lugar de té, que duerme del lado izquierdo
de la cama, que tararea La violetera en la ducha- pero luego busca un
conocimiento más íntimo, más profundo del texto, una familiaridad que se
extiende y se renueva con cada relectura. "Cuando diseño un jardín",
dice un personaje de Thomas Love Peacock, "distingo lo pintoresco y lo
hermoso, y agrego una tercera calidad que llamo lo inesperado". "¿Ah,
sí? Entonces, dígame", responde su interlocutor, "¿qué nombre le da
usted a esa calidad cuando alguien recorre el jardín por segunda vez?".
Tampoco debemos
olvidar el placer de la memoria. Leer es recordar. No solamente esos
"actos ocurridos hace mucho tiempo" sino también "los actos
recientes de nuestros días". No solamente la experiencia ajena contada por
el autor sino también la nuestra, inconfesada. Y no solamente las páginas del
texto que vamos leyendo, memorizando las palabras a medida que adquirimos otras
nuevas que olvidaremos en la página siguiente, sino también los textos leídos
hace tiempo, desde la infancia, componiendo así una antología salvaje que va creciendo
en nuestro recuerdo como la obra fragmentaria de un monstruoso autor único cuya
voz es la de Andersen, la de San Agustín, la de Quevedo, la de Javier Cercas,
la de Cortázar. Leer nos permite el placer de recordar lo que otros han
recordado para nosotros, sus inimaginables lectores. La memoria de los libros
es la nuestra, seamos quienes seamos y estemos donde estemos. En ese sentido,
no conozco mayor ejemplo de la generosidad humana que una biblioteca.
Leer nos brinda
el placer de una memoria común, una memoria que nos dice quiénes somos y con
quiénes compartimos este mundo, memoria que atrapamos en delicadas redes de
palabras. Leer (leer profunda, detenidamente) nos permite adquirir conciencia
del mundo y de nosotros mismos. Leer nos devuelve al estado de la palabra y,
por lo tanto, porque somos seres de palabra, a lo que somos esencialmente.
Antes de la invención del lenguaje, imagino (y sólo puedo imaginarlo porque
tengo palabras), imagino que percibíamos el mundo como una multitud de
sensaciones cuyas diferencias o límites apenas intuíamos, un mundo nebuloso y
flotante cuyo recuerdo renace en el entresueño o cuando ciertos reflejos
mecánicos de nuestro cuerpo nos hacen sobresaltar y darnos vuelta. Gracias a
las palabras, gracias al texto hecho de palabras, esas sensaciones se resuelven
en conocimiento, en reconocimiento. Soy quien soy por una multitud de
circunstancias, pero sólo puedo reconocerme, ser consciente de mí mismo,
gracias a una página de Borges, de Jaime Gil de Biedma, de Virginia Woolf, de
un sinnúmero de autores anónimos. La lombriz de la conciencia (como la llamó
Nicolà Chiaromonte en otra página que me define) denota la incisiva, constante,
obsesiva búsqueda de nosotros mismos. La lectura añade a esta obsesión la
consolación del placer.
El placer ha
sido denigrado en nuestra época al entretenimiento superficial, a la
distracción, a la facilidad, a la satisfacción egoísta. Confundimos información
con conocimiento, terrorismo con política, juego con habilidad manual, valor
con dinero, respeto mutuo con tolerancia altiva, equilibrio social con
comodidad personal. Creemos que estar contentos (o creer que estamos contentos)
es ser felices. Quienes están en el poder nos dicen que para sentir placer
tenemos que olvidarnos del mundo, someternos a normas autoritarias, dejarnos
subyugar por míseros paraísos, deshumanizarnos. Pero el auténtico placer, el
que nos alimenta y nos anima, tiende a lo contrario: a tomar consciencia de que
somos humanos, que existimos como pequeños signos de interrogación en el vasto
texto del mundo. Quienes tenemos la fortuna de ser lectores sabemos que es así,
puesto que la lectura es una de las formas más alegres, más generosas, más
eficaces de ser conscientes.
La nota es cortesía de Arturo Álvarez D´Ármas