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CON LOS LIBROS, PARA LOS LIBROS, POR LOS LIBROS. si tu intención es escribir, hazlo con sencillez y claridad; la elegancia déjasela al sastre...(anónimo) * * * * * * * * BLOG de Juan Yáñez, dedicado a la literatura

lunes, 11 de agosto de 2014

Hallan cuatro documentos inéditos sobre Cervantes, uno con autógrafo


Alfredo Valenzuela / EFE agosto 11, 2014 EFE

Cuatro documentos inéditos relacionados con Cervantes, uno de ellos con un autógrafo del autor del Quijote, y que ofrecen nuevos datos sobre su vida, como que fue cobrador de impuestos, fueron hallados en archivos de Sevilla y de la cercana La Puebla de Cazalla.

Archivero de La Puebla de Cazalla (sur de España), el investigador José Cabello Núñez, responsable de los hallazgos, explicó a Efe que encontró el primero de estos manuscritos en el archivo municipal de esta localidad sevillana, y que se trata de un convenio entre el Ayuntamiento y el propio Miguel de Cervantes para que este pudiera efectuar la requisa de trigo y cebada como comisario de la Hacienda Real.

Ese primer documento, según el investigador, es de marzo de 1593, fecha en que, sin embargo, los biógrafos de Cervantes lo ubican en la ciudad de Sevilla sin ejercer ninguna actividad.

El manuscrito menciona igualmente que Cervantes trabaja para el proveedor de la Flota de Indias Cristóbal de Barros, nombre que, según Cabello, tampoco figura en las biografías del escritor.















Al mencionar el manuscrito la Flota de Indias, Cabello recurrió al Archivo de Indias de Sevilla, donde halló otros dos documentos que tampoco habían sido estudiados, uno que sitúa a Cervantes en la Puebla de Cazalla entre febrero y abril de 1593 como comisario de abastos y otro que deja constancia de que el salario de Cervantes era entregado a una mujer llamada Magdalena Enríquez.

Por último, Cabello encontró en el Archivo de Protocolos de Sevilla el poder notarial por el que Cervantes, en efecto, facultaba a Magdalena Enríquez para cobrar sus honorarios como comisario de Abastos, que es el documento que lleva la firma del escritor.

Para el investigador, este último es el hallazgo de más valor desde el punto de vista biográfico, ya que aseguró que los biógrafos de Cervantes no citan a Magdalena Enríquez, quien debió de tener una relación de confianza con el escritor, hasta el punto de que la autorizara para cobrar su salario.

Según Cabello, en aquella época las mujeres no estaban autorizadas para realizar transacciones sin el consentimiento de un hombre, a no ser que fuesen viudas, por lo que consideró a Enríquez una figura digna de estudio para aclarar su relación con Cervantes.

Otra línea de investigación que deben abrir estos hallazgos, según Cabello, es sobre los servicios prestados por Cervantes a la Corona, ya que hasta ahora no había constancia de su trabajo a las órdenes de Cristóbal de Barros.

El investigador explicó que Cristóbal de Barros y Peralta, entonces proveedor general en la Casa de Contratación de Sevilla para los galeones de la Armada y Flotas de la Carrera de las Indias, es considerado como el mejor constructor de navíos de guerra del reinado de Felipe II y artífice de la organización técnica de la escuadra española vencedora en Lepanto y de la Armada Invencible.

Barros ostentó también el cargo de Superintendente de Fábricas, Montes y Plantíos de la Costa Cantábrica y tras ser nombrado fabricante mayor, pasó a Sevilla en el año 1592 como proveedor general de la Flota de Escolta de las Indias, y permaneció en la ciudad hasta su muerte en 1596.

José Cabello tiene previsto publicar un artículo explicando estos hallazgos en un volumen que, con el título de “Trigo y aceite para la Armada, el comisario Miguel de Cervantes en el Reino de Sevilla”, reunirá aportaciones de archiveros e investigadores de la provincia sobre la labor como comisario de abastos de Cervantes en La Puebla de Cazalla, Marchena, Osuna, Écija, Sevilla y Carmona, donde se conserva otro autógrafo de Cervantes hallado hace un siglo.


Cervantes llegó a Sevilla cuando la ciudad era capital económica de un imperio y una de las ciudades más importantes y pobladas de Europa, además de puerto de Indias, si bien sus gentes vivían en penosas condiciones, como el escritor describe en algunas de sus novelas, y fue también en la cárcel de Sevilla donde cumplió condena por irregularidades en sus tareas recaudatorias. EFE

martes, 22 de julio de 2014

Pabellón del Cáncer de Alexander Solzhenitsyn



 A modo introductorio.

Juan Yáñez

                                     Alexander Solzhenitsyn, un escritor ruso que luchara durante toda su vida contra la censura que el régimen soviético imponía a sus ciudadanos. Estudió matemáticas, física, también historia, filosofía, literatura y hacia esos temas enfocaba sus actividades académicas y profesionales. 
 Fue soldado y luego oficial durante la 2da. Guerra Mundial, varias veces condecorado por su valor; sin embargo, en 1945 fue encarcelado por sus críticas, contenidas exclusivamente en su correspondencia privada sobre la incapacidad militar de Stalin. El oprobioso régimen, concluyentemente ruín, según  nuestro parecer, pero que el propio Solzhenitsyn consideraba compatible con sus ideales, solo cuestionaba a algunos personeros de las altas jerarquías comunistas y diversas situaciones que trasgredían la ética y la moral. En esa oportunidad fue condenado a un campo de trabajo en Siberia, en los que pasara ocho años. Esa experiencia lo inspira para escribir “Un día en la vida de Iván Denisovich”, libro en el que relata las condiciones extremas de los deportados a Siberia.
Pocos meses después de cumplir en su totalidad la condena de ocho años, es nuevamente privado de su libertad y deportado a una aldea de Kazajstán en la que pasa tres años.
Allí descubre que padece de un cáncer, que la Providencia se encargará de curar. Este hecho será el incentivo que lo convertirá en un escritor a tiempo completo, circunstancia con la que luego  dará forma a otra novela, “Pabellón de Cáncer”, cuyo comentario presentamos a continuación.
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 Pabellón del Cáncer de Alexander Solzhenitsyn

La literatura de Alexander Solzhenitsyn estuvo totalmente influenciada por la situación de Rusia bajo el régimen de Stalin, en sus obras quería evidenciar la situación de los rusos confinados en los campos de trabajos forzados, el exilio forzoso, la corrupción administrativa, un sistema que acallaba a cualquier tipo de sugerencia u oposición, un sistema que estaba lejos de construir ese “hombre nuevo” que había prometido, precisamente el ruso más temido de la época de Solzhenitsyn, Stalin.

Ese cáncer que padecen los personajes confinados en un pabellón, poniendo sus esperanzas en una quimioterapia, no es más que una alusión al cáncer que representaba precisamente los muchos presos y reprimidos de una Rusia que para Solzhenitsyn no podía ir de progresista y renovada, mientras millones eran exiliados dentro de su territorio en las formas más despreciables de represión.  En ese pabellón el protagonista  y el resto de los personajes, viven sus sentimientos humanos más comúnes, existe el odio, el amor, la traición, la comprensión y es que el ser humano aún en las peores circunstancias se deja llevar por las virtudes sí, pero con más ocasión por sus defectos.


Podemos pensarnos a Solzhenitsyn en el personaje principal, como él,  nuestro autor era un crítico del régimen y usó ya les digo su literatura para mostrar sus opiniones al respecto. Solzhenitsyn nos lleva por un libro a veces lento, demasiado duro para algunos ¿pero no es dura siempre la realidad? y por una clase  de la excelente  literatura del  Premio Nóbel ruso.  El cáncer esa temida palabra, reune a dispares personajes en el pabellón, y aunque las alusiones políticas sean algo muy importante de la novela, también debemos tener en cuenta, ante la vista de sus personajes que frente a una sentencia de muerte como es la enfermedad en este caso del relato, todos con sus yerros y virtudes son iguales, después de todo como bien se dice, se vive mientras hay vida con todos sus pasajes.

Después de leer “Archipiélago Gulag” otra obra de Alexander Solzhenitsyn me pensé qué más podría leer de un  galardonado premio Nóbel que nos da de primera mano los informes sobre su país, hay que tener presente que Solzhenitsyn fue uno más entre millones de los que tuvieron que sufrir a manos de la temida policia rusa y encerrado en la tenebrosa Lubyanka de donde fue a parar a un campo de trabajos forzados y por un golpe de destino enviado como preso a un centro de investigaciones científicas.

Esta “El Pabellón del Cáncer” se cuenta entre sus primeras obras, aunque con el tiempo fuera “Archipiélago Gulag” publicada en 1973 la más conocida. La vida del autor estuvo marcada por el acoso gubernamental y su única pasión: escribir.  Por la escritura se negó a abandonar una Rusia que le era totalmente adversa.


domingo, 15 de junio de 2014

Vida y obra: Herman Melville


Herman Melville (1819-1891)

POR ANDRÉS HAX  LITERATURA 24/01/14 - Revista Ñ . CLARÍN 
                                   
Moby Dick es una novela extraña, bella, poética, melancólica y canónica pero cuando su autor -Herman Melville (1819-1891)- falleció apenas salió en los diarios. Recién en la segunda década del siglo XX fue redescubierto.

I.
                         Cuando uno es muy joven y queda hechizado por primera vez por la literatura, nace al mismo tiempo la idea de que la felicidad máxima se alcanzará escribiendo. Y a la vez también la desesperada idea de que el mejor desenlace posible para la propia vida sería escribir una Gran Novela. Desafortunadamente, el 99,999 % de las personas que sintieron esto en algún momento iluminado de su juventud nunca llegaron –o nunca llegarán– a comprobar si cumplir este anhelo es, de hecho, una forma de entrar en una especie de inmortalidad en vida o al menos en un pequeño nirvana. La historia nos dice que no. Escribir una obra maestra no garantiza ni paz, ni felicidad, ni reconocimiento. Un caso emblemático es el de Herman Melville.

Aquí lo vemos, en 1851. Es noviembre y está caminando por los helados campos cercanos a su casa -llamada Arrowhead, por las puntas de flecha de piedra que los indios americanos –ya espantados– dejaron desparramados por todos lados. Estamos en Pittsfield. Es un pequeño pueblo en el oeste del estado de Massachusetts, a unos 220 kilómetros de Boston. Tal vez está nevando un poco, al comienzo de la primera tormenta del año. En poco tiempo vendrá el invierno.

¡Qué joven que está Melville! Tiene 32 años, nada más. Hace cuatro años que está casado. Tiene un hijo, Malcom, de tres (que se suicidará en la casa de sus padres, con un tiro de pistola a la cabeza, a los 18 años). Tiene otro hijo, Stanwix, recién nacido (este se morirá a los 36 años de tuberculosis, muy lejos de su padre, en San Francisco).

Entonces, es noviembre de 1851 en Pittsfield, Massachusetts y Herman Melville está caminando entre los antiguos y colosales arces y robles deshojados. Cuervos y halcones trazan sus dramáticas curvas en un cielo gris. Sus pasos son firmes. Por allí está yendo a visitar su amigo y vecino Nathaniel Hawthorne, a quien admira con un fervor casi amoroso. Tal vez las exhalaciones de su aliento hacen humo en el aire de la tarde fría. O tal vez sólo se pueden ver sus ojos, ya que su rostro está envuelto en una larga bufanda. Lo que sí sabemos –aunque no está escrito en ningún lado- es que Melville en este preciso momento está en un estado de gracia. No está caminando; está flotando. Es un ser perfecto que ha cumplido la misión de su vida. Søren Kierkegaard dijo que llegamos a la vida con órdenes selladas. El 99,999% de nosotros ni lo sabemos o, si lo sabemos, nunca llegamos a leer esas órdenes. ¿Dónde están? ¿Por qué no llegan? ¿O llegaron hace tiempo y estarán perdidas entre tantos otros papeles?

Herman Melville acaba de terminar de escribir Moby Dick. Lo escribió fuera de sí, con ángeles y demonios a su espalda. Es su sexta novela pero nadie podría haberse imaginado que el autor de esos previos amenos relatos marítimos hubiera sido capaz de escribir algo así. Un libro infinito. Eso decían sus órdenes selladas: escriba Moby Dick. Y lo hizo.

¿Y entonces?

Y entonces nada.

Nadie leyó Moby Dick. Los que le prestaron una mínima atención lo despacharon como una locura incomprensible. Cuando murió Melville, a los 72 años -tras trabajar viente años como inspector de aduanas- era un desconocido. En el obituario del New York Times escribió su nombre Henry Melville. Aunque en su vida publicó -aparte de Moby Dick- diez novelas más, más de una decena de cuentos, y un centenar de poemas, la escritura de Herman Melville es esencialmente póstuma: su obra cobró vida solamente después de su muerte. El autor de una de las mejores novelas de la historia de la literatura murió solo y triste, amargado y desconocido.

Es un cuento viejo.

II.
Moby Dick empieza con un saludo íntimo. El narrador simplemente se presenta diciendo: "Call me Ishmael". Es la primera frase del libro. En castellano suele ser traducido como: "Llamadme Ismael"; o peor aún: "Pueden ustedes llamarme Ismael." Esto es una tragedia. Call me Ishmael es un frase coloquial e imposiblemente más llana. Si vas a un bar en los Estados Unidos a beber solo, como se suele hacer en los bares de los Estados Unidos, y tu compañero de barra, tras unas cervezas silenciosas, decide iniciar una charla, tu podrías aceptar su avance diciendo: Call me (Joe, John, Peter, Chris, Bob, Bill...). "Llamadme" es una aberración. ¿Quién dice Llamadme? Y lo de ustedes funciona aun menos, porque Ishmael no esta dirigiéndose a un grupo. No está comenzando un discurso. Ishmael te está hablando íntimamente, informalmente. Te va a contar algo que le pasó, si querés escucharlo. Si no tenés otra cosa que hacer. Pedite otra Budweiser. Si te faltan puchos, andá a comprar. Acomodate, que esto da para largo y va a estar bueno.

Y el relato empieza así. A Ishmael, que viene de una buena familia, que fue profesor de escuela, le agarró una depresión, una desilusión con todo lo cotidiano y con el mundo en general. Tanto es así que está pensando -con inquietante frecuencia- en suicidarse. También lo poseen sentimientos violentos. Tiene ganas de revolear los sombreros a los solemnes peatones de la ciudad. Pero cuando le pasa esto tiene una solución. Se embarca en un ballenero. Son viajes largos, de dos o tres años. Das la vuelta del mundo. Mandás todo al carajo y te vas. Es, de hecho, como un suicidio temporario. Pero además, te pagan. Por más romántico que nos suena hoy, en su momento era un trabajo proletario. Como si un joven de privilegio abandonara su vida cómoda para ir a trabajar a una fábrica.

Ishmael no es megalómano pero sabe que su pequeña vida es una parte, aunque sea infinitesimal, de un gran relato cósmico. Este tipo es un poeta y un filósofo. Parte hacía la isla de Nantucket porque para sus gustos –que son finos– los balleneros más nobles y clásicos salen de esa isla (que está a menos de 200 kilómetros al suroeste de Boston). Pero primero tiene que hacer escala en New Bedford -un puerto entre Boston y Nueva York- donde se embarcará al punto de partida de su aventura. Tiene poca plata y en el hotel oscuro y de mala muerte que encuentra un sábado por la noche (los barcos a Nantucket salen el lunes por la mañana) no hay cupo, salvo que quiera compartir su habitación con otro huésped. Bueno, ¿por qué no? Ishmael acepta y, todavía solo, se acomoda en la cama. Horas más tarde, entra su compañero de cama. Es un enorme hombre negro, tatuado de pies a cabeza, que no habla una sílaba de inglés. Tras una confusión inicial, y después de un breve ritual pagano llevado a cabo por Queequeg (el "salvaje"), los dos terminan en cama juntos, charlando como un viejo matrimonio -cada uno en su idioma y de alguna manera entendiéndose. Se despiertan con la luz del día, sus piernas entrelazadas. Ya son amigos íntimos y los dos irán juntos en búsqueda de una nave para lanzarse a los océanos del mundo, por uno, dos o tres años, sin hacer nunca pie en tierra firme en todo ese tiempo.

Así empieza Moby Dick. Si lo agarra un buen cineasta podría hacer una versión fiel que espantaría la iglesia y cualquier señora de buen gusto. Y eso, para nuestros gustos, es bueno.

Herman Melville es un contemporáneo de Karl Marx, de Fiódor Dostoyevski, de Walt Whitman (su compatriota), de Charles Darwin, de Rimbaud, de Van Gogh, de Nietzche, de Wagner. Es una lista absurdamente incompleta esbozada simplemente para ubicar a Melville en su momento histórico. Pero la lista también sirve para mostrar la soledad de Melville. Aunque sus logros como escritor lo ponen, retrospectivamente, en la misma categoría de los pensadores, pintores, músicos y filósofos sugeridos, en vida no pudo usufructuar ni de la admiración de ellos ni de su compañía. Melville es un solitario.

Resumir Moby Dick en una página es una tarea tan inútil como intentar resumir el Museo del Prado en semejante espacio. Si podrías dedicarle una monografía entera a sólo un rincón de un panel de El jardín de las delicias de El Bosco, por ejemplo. Si te conviertes en fanático lo mismo podrías hacer con cada capítulo, con cada párrafo, de la gran novela de Melville. Mencionamos ese cuadro en particular, porque Moby Dick también está lleno de miniaturas. Como ese cuadro del Siglo XV, la novela de Melville está híperpoblada con decenas de personajes; tiene aspectos luminosos y partes sombrías; es alegórico pero sus simbolismos son alarmantes en vez de ser repeticiones de viejas mitologías; lo puedes mirar y mirar y siempre encontrás algo nuevo; es desesperadamente seria, pero también tiene algo de juego; es narrativo, pero también enciclopédico; a primera vista parece inocente, pero tras una inmersión en su mundo, da miedo.

Al principio de Moby Dick, Melville entona: "“Pero he nadado por bibliotecas navegado por océanos". Moby Dick es un laberinto, una antología, un poema en prosa, una aventura, un informe sobre la industria más importante de su momento, un borrador para una nueva metafísica.

Es urgente que lo leas lo antes posible.

III.


La obra de Herman Melville no se limita a Moby Dick. En total escribió once novelas; pasó casi treinta años de su vida escribiendo poesía; escribió cuentos canónicos como Billy Budd y Bartleby el escribiente (que podría haber sido escrito por Kafka). Pero si leemos estas otras obras de Melville -o indagamos sobre los detalles de su biografía- es en gran parte para acercarnos al inagotable misterio de Moby Dick. De intentar entender mejor de dónde vino, cómo fue escrito, y de hacer tiempo antes de una relectura de la obra que lo hizo inmortal, por más que el nunca se haya enterado.

EL BLOG OPINA

                       Disfrutamos de Moby Dick en la adolescencia y la hemos releído tantas veces como se nos viniera en gana. Hoy, como ayer, pensamos que si eligiéramos las veinte novelas mejor escritas, no podría estar ausente Moby Dick. Un prodigio sin par de la narrativa contemporánea, una obra gestada en la experiencia lograda en una vida vivida intensamente y que volcara en su estilo literario, además de ideas, que mostrara en sus novelas. Los temas sobre el bien y el mal fueron motivo de crítica y rechazo por sus contemporáneos.  Herman Melville fue un rara avis en la literatura norteamericana, precursor de una óptica positiva hacia la libertad de pensamiento, alejado de todo convencionalismo social o étnico,  una reflexión afín y consustanciada  hacia la vida sin prejuicios de la gente de la Polinesía, que mostrara en sus novelas escritas entre 1846 y 1850 y ello daría motivo a que su obra fuera desestimada y durante mucho tiempo condenada al olvido. A partir de  1920 en ocasión de la publicación de sus obras completas fue rescatado Melville del ostracismo en que yacía. Hoy día es considerado, junto con quien fuera su amigo, Nathaniel Hawthorne y Edgard Alan Poe, como las figuras más profundas de la narrativa norteamericana. 

domingo, 8 de junio de 2014

León Tolstoi, el espejo de Rusia

Una muestra reúne fotos de su archivo familiar y de la situación que su país atravesaba hacia el fin del zarismo.

Cumbre. Tolstoi (der.) junto al también escritor Anton Chéjov, en 1901.
En familia. El autor de “Guerra y Paz” junto a sus nietos en 1909.
Epidemia. Un médico revisa a un enfermo de tifus, en tiempos aún zaristas.
    POR BÁRBARA ALVAREZ PLÁ. Revista Ñ. Clarín Buenos Aires   LITERATURA19/05/14 
                         Escritas en letra negra sobre una pared muy blanca, llaman la atención estas palabras: “...Los campesinos, ¿cómo mueren los campesinos? Me voy... no pueden detenerme... ¡Déjenme solo!”. Las firma el escritor ruso León Tolstoi (1828-1910), y justo encima, lo vemos en una foto, en su lecho de muerte. Escondido tras su espesa y larga barba, parece dormir en paz. Al lado, un video pasa las imágenes de los funerales del gran escritor, uno de los más importantes novelistas de la historia de la literatura. Es solamente una de las partes –la más impactante– en que está estructurada la muestra Tolstoi, el espejo del alma rusa, que estos días se puede ver en el Centro Cultural Borges, de la mano de la Casa de Rusia en Buenos Aires, la embajada y el Museo Yasnaya Polyana, la casona situada 200 kilómetros al sur de Moscú, donde vivieron el escritor y su esposa, Sofía, transcriptora de muchas de sus obras.  La muestra, curada por Virginia Fabri, se compone principalmente de fotografías del escritor y su familia, pero tiene además otro núcleo importante integrado por fotógrafías inéditas que muestran el clima y la evolución de la Rusia de la época. Explica Fabri: “Recibí mucho material de los archivos de la familia Tolstoi, pero me parecía que faltaba algo para que se terminara de entender el contexto histórico en el que vivió”. Así decidió añadir fotos de la Rusia del momento, y para ello recurrió a los archivos de dos grandes fotógrafos contemporáneos al escritor. Prokudin-Gorsky, autor de los mejores retratos a color de Tolstoi –exhibidos en el Borges– viajó en el transiberiano por Rusia para documentarla, a pedido del Zar Nicolás I. El segundo de los fotógrafos, Maxim Dmitriev, fue también contratado, esta vez para recorrer y documentar la zona del Volga. Las fotos de los dos artistas le dan el marco perfecto a esta muestra. Sus imágenes nos llevan desde la Rusia campesina y las iglesias ortodoxas, a la Rusia más industrial, con sus teatros y sus estaciones ferroviarias. El resto de las fotografías que componen la muestra, las pertenecientes al archivo de la famlia Tolstoi, muestran al escritor jugando con sus nietos, paseando con su hermana, sentado a la mesa con su numerosa familia o trabajando en el que fuera su estudio.  También podemos ver en la sala fotografías de Tolstoi junto a otros grandes escritores rusos, como Anton Chéjov o Máximo Gorki. “Ver las imágenes de Tolstoi con grandes escritores como estos es un documento histórico excepcional”, afirma Fabri, que dice estar sorprendida de la acogida que la muestra está teniendo en Buenos Aires. El día de la inauguración, la semana pasada, fue el bisnieto del escritor, Sacha Tolstoi, quien oficializó la apertura y en la sala, “no cabía ni un alfiler”, explica Fabri. Sacha, que vive en Uruguay, vino especialmente para la inauguración de la exposición y, durante el acto, confesó que, cuando era adolescente, no le gustaba llamarse Tolstoi: “Me parecía que no existía, que el único Tolstoi que le interesaba a la gente era el escritor”, dijo.

Frases de las novelas del gran León Tolstoi se leen por todas partes, y en el medio de la sala, una vitrina muestra algunas de las primeras ediciones, en ruso, de las obras de este escritor que, tras una crisis espiritual, renunció a sus orígenes nobles y a una vida llena de excesos para vivir como lo hacían los campesinos, a los que tanto admiraba. Llegó incluso a influir en las ideas de Mahatma Gandhi, con quien mantuvo una extensa correspondencia y en cuyas ideas influiría de forma importante. No por nada el proyecto de pueblo comunitario que Gandhi creó en Sudáfrica, antes de partir en busca de la independencia de la India, se llamó “Aldea Tolstoi”.


La muestra, que permanecerá abierta hasta el 8 de junio, se completa con un ciclo de charlas sobre el escritor y la proyección de las versiones rusas de las adaptaciones cinematográficas de Ana Karenina y Guerra y Paz, film que ganó el Oscar a la mejor película extranjera en 1968. Una oportunidad única para dar un paseo por la interesante vida de este escritor y por el contexto histórico de un país sin el que nada habría sido lo mismo. “Las convenciones cambian con los tiempos, pero los conflictos son los mismos”, afirma la curadora, “por eso Tolstoi va a seguir siempre encandilando a la gente”.

EL BLOG OPINA

                           ¿Cómo nos habría gustado estar en Buenos Aires y acudir a la muestra...? Siempre nos interesaron los grandes novelistas rusos, que aprendimos a leer con pasión en nuestra adolescencia. A propósito de Tolstoi, conservamos un pequeño volumen que incluye, "La muerte de Ivan Ilich", "El Padre Sergio" y "Después del baile", la seguna obra, "El Padre Sergio" tiene un contenido profundamente humano y místico. Aprovechando el espacio en las últimas páginas en blanco del libro, escribimos unas palabras que apenas recordamos, dicen así: "¿Cómo muere un campesino?, dijo al morir León Tolstoi. Murió el poeta en la cama del jefe de una estación de trenes en 1910, donde llegó después de haber huido de su casa, por una pelea con su mujer, demente. Compartía el trabajo y la compañía de los humildes, pero siempre mantuvo una vida burguesa y de ostentación. Fue sin duda un gran escritor con mucha imaginación. Sus funerales tuvieron un significado político por la propia exaltación del proletariado. 03. 2002" 


sábado, 19 de abril de 2014

ELOGIO DE LA LECTURA


(Por Alberto Manguel)

Como la experiencia muestra, la debilidad de nuestra memoria olvida fácilmente no sólo los actos ocurridos hace mucho tiempo, sino también los recientes de nuestros días. Es, pues, muy conveniente y útil poner por escrito las hazañas e historias antiguas de los hombres fuertes y virtuosos para que sean claros espejos, ejemplos y doctrina para nuestra vida, según afirma el gran orador Tulio".
Así comienza la novela que, entre los pocos libros perdonados de la biblioteca de Don Quijote, el cura rescata por ser "un tesoro de contento y una mina de pasatiempos": el Tirant lo Blanc de Joanot Martorell y Martí Joan de Galba. "Llevadle a casa y leedle", le dice a su compadre el barbero, "y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho".
El Tirant justifica su propia existencia como un remedio a nuestra flaca memoria, como depósito de nuestra experiencia pasada, como espejo de valores antiguos y de enseñanza meritoria. Eso quiso su autor, pero sus lectores, menos ambiciosos, como aquel cura de La Mancha, no se preocuparon por tales noblezas y lo recomendaron por razones más sutiles y menos graves: por dar contento, proveer pasatiempo, provocar deleite. El censorio cura y el ensañado barbero condenaron a las llamas aquellos libros de Don Quijote que, a sus ojos, pecaban de revueltos, disparatados, arrogantes, duros, secos -es decir, libros que no les gustaban-. Porque en el momento de la verdad, frente a la salvación o a la hoguera, para un verdadero lector lo que importa es el placer.
Pero, ¿qué es este placer? ¿En qué consiste ese extraño sentimiento de intimidad compartida, de sabiduría regalada, de maestría del mundo a través de un mero juego de palabras, de entendimiento adquirido como por acto de magia, de manera profunda e intraducible? ¿Por qué nos lleva a rechazar ciertos libros sin misericordia y a coronar a otros como clásicos de nuestra devoción si algo en ellos nos conmueve, nos ilumina, pero por sobre todo nos deleita?
Como lectores, nuestro poder es aterrador e inapelable. No nos enternecen ni las súplicas de los críticos ni las lágrimas de los lectores que nos han precedido. Implacables, a través de los siglos, juzgamos y volvemos a juzgar a los libros que ya se creían a salvo. Por puras razones de gusto, en el paraíso de la lectura, Cervantes ocupa el lugar que Martorell y Galba han perdido a pesar del juicio del mismo Cervantes. ¿Nuestros abuelos adoraban a Anatole France y a Mazo de la Roche? A nosotros no nos gustan: al infierno con ellos. ¿Melville fue despreciado y Kafka vendía apenas unos pocos ejemplares? Hoy Melville está sentado a la diestra de Dante y una primera edición de La metamorfosis de Kafka vale unos seis mil euros. Si debemos justificarnos, inventamos razones estéticas, culturales, filológicas, históricas, filosóficas, morales. Pero la verdad es que, a fin de cuentas, nuestros juicios son casi todos refutables fuera del campo hedonista.
El lema de todo verdadero lector es De gustibus non est disputandum. "De gustos no se discute", o, como se dice en castellano, "sobre gustos no hay nada escrito". El proverbio latino dice la verdad; la traducción castellana miente. Nuestro placer no admite argumentos; admite en cambio una infinidad de escritos, los exige. Al fin y al cabo, ¿qué son las bibliotecas sino archivos de nuestros gustos, museos de nuestros caprichos, catálogos de nuestros placeres?
El placer de la lectura, que es fundamento de toda nuestra historia literaria, se muestra variado y múltiple. Quienes descubrimos que somos lectores, descubrimos que lo somos cada uno de manera individual y distinta. No hay una unánime historia de lectura sino tantas historias como lectores. Compartimos ciertos rasgos, ciertas costumbres y formalidades, pero la lectura es un acto singular. No soñamos todos de la misma manera, no hacemos el amor de la misma manera, tampoco leemos de la misma manera.
Para ciertos lectores, el placer de la lectura es uno de intimidad. Ese espacio amoroso que un lector crea con su libro no admite otra presencia. El niño que lee bajo la manta a la luz de una linterna cuando se le ha ordenado dormir, el adolescente acurrucado en el sillón para quien el único tiempo que transcurre es el del cuento que está leyendo, el adulto aislado de sus congéneres en un atiborrado vagón de tren o en un bullicioso café, encuentra su placer en un mundo creado sólo para él. Proust volvía al comedor una vez que la familia había salido a pasear para hundirse en el libro que estaba leyendo, rodeado solamente de los platos pintados colgados en la pared, del almanaque, del reloj, todos objetos, nos dice, "muy respetuosos de la lectura", que "hablan sin esperar respuesta y cuya jerga, a diferencia de la de los humanos, no trata de reemplazar el sentido de las palabras leídas con un sentido diferente". Dos horas de placer hasta la entrada de la cocinera que, con sólo decir "así no puede estar cómodo. ¿Y si le traigo una mesita?", lo obligaba a detenerse, a buscar su voz desde muy lejos, a sacar las palabras de su escondite detrás de los labios y a responder, "No, gracias", con lo cual el encanto quedaba roto. El placer de la lectura no admite terceros.
Pero hay lectores para quienes la experiencia compartida prolonga y profundiza el placer de la intimidad. Acabo de leer un párrafo que me encanta y, antes de cerrar el libro o pasar a otra página, quiero leérselo a otros, regalar a un amigo el nuevo placer descubierto, formar un pequeño ruedo de admiradores de ese texto. Dar un libro a otro lector es decirle: "Éste fue mi espejo; ojalá sea el tuyo". Es así como creamos asociaciones de lectores que tienen algo de sociedades secretas, y es gracias a ellas que ciertos autores no han desaparecido de nuestras bibliotecas canónicas. He regalado innumerables ejemplares de Su mujer mona de John Collier, de la autobiografía de Henry Green, de Contra la corriente de James Hanley, de Rosaura a las diez de Marco Denevi, para poder hablar de lo que me gusta, para que mi placer tenga un eco. En su diario, Hervé Guibert cuenta que compró las Cartas a un joven poeta de Rilke para leer al mismo tiempo que su amigo el libro que éste se había llevado de viaje.
Intimidad solitaria y compartida. La lectura nos ofrece también el placer de la inteligencia. ¿Qué otro arte nos permite pensar con Pascal, razonar con Montaigne, meditar con Unamuno, seguir los vericuetos de la mente de Vila-Matas o de Sebald? No se trata de dejarse convencer con argumentos ajenos, lo que se ha llamado "terrorismo intelectual". Se trata de ser invitados a un momento de reflexión, de convertirnos en testigos de la creación de una idea, como ocurre en los diálogos de Platón o en las novelas de Gombrowicz. Se trata de escuchar y pensar. El resultado puede o no ser compartido; poco importa, ya que el recorrido intelectual no prevé ni conclusión ni destino preciso. Cerramos ciertos libros y nos sentimos más inteligentes, resultado que el autor no puede nunca prever. "El arte alcanza una meta que no es la suya", escribió Benjamin Constant. Lo mismo puede decirse de la lectura. El placer de la inteligencia significa al menos dos cosas: disfrutar del uso de la razón y disfrutar del reconocimiento del mundo. Es banal recordar que la lectura nos lleva a regiones insospechadas; menos banal es recordar que nos hace ciudadanos de tales regiones. Para un lector, todo libro es un museo del universo y, a veces, el universo mismo. Los lectores habitamos El Cairo de Naguib Mahfouz, las islas de Conrad, el Madrid de Galdós, pero también la luna de Wells y de Verne, los universos soñados por Lovecraft y Ursula K. Le Guin, el País de las Maravillas de Lewis Carroll. Hay un cuento (ya no sé quién lo escribió) en el que un hombre leyendo las aventuras de otro que se pierde en el desierto muere de hambre y de sed en su cama, rodeado de comida y de bebida. De forma algo más moderada, todo lector conoce el placer de habitar el mundo creado por otros, de ser su explorador y su cartógrafo.
Un auténtico explorador goza de lo que encuentra, sea bueno o sea malo; un lector también. Que un libro nos parezca pésimo no significa que no nos pueda dar placer. Los grandes poetas nos deleitan; otros menos agraciados también son capaces de hacerlo. El inglés Charles Waterton, famoso conocedor de las selvas de Suramérica, se extasiaba ante los animales más feos de la creación, como por ejemplo el sapo de Bahía, repugnante criatura que el Dr. Waterton cogía tiernamente en su mano y acariciaba con cariño, mientras hablaba emocionado de la profunda mirada y espléndido brillo de los ojos del batracio. Igual hacen los lectores con cierta mala literatura. Parafraseando a Wilde, yo diría que hay que tener un corazón de piedra para no morirse de risa ante ciertas páginas de Azorín o de Ángeles Mastretta. O ante este verso del poeta mexicano Díaz Mirón: "Tetas vastas como frutos del más pródigo papayo". Tales abominaciones tienen la marca de un genio.
Tom Stoppard escribió que para saber si un escritor es bueno o malo, hay que preguntarle a su madre. Más interesante, más entretenido, más placentero es descubrir si es un visionario. Quiero decir, si es capaz de revelarnos en su obra esos pequeños secretos que misteriosamente dan sentido al universo, diciéndonos lo que no sabíamos que sabíamos. Elijo una frase al azar, de la novela de Ana María Moix Las virtudes peligrosas: "La experiencia, en contra de lo que la gente suele opinar, no es ninguna forma de sabiduría... La experiencia, créame, amigo, no es más que una forma de nostalgia".
Tales revelaciones resultan menos insólitas que verdaderas. El lector sabe que, en tales casos, el placer no resulta de la sorpresa, que es obra del azar, sino de la confirmación de algo que ya ha intuido vagamente. La orden de Diaghilev a Cocteau
-Étonnez-moi! "¡Sorpréndame!"- es el deseo de un empresario, no el de un auténtico lector. El lector acepta las sorpresas del texto como un preámbulo amoroso -descubrir que alguien toma café en lugar de té, que duerme del lado izquierdo de la cama, que tararea La violetera en la ducha- pero luego busca un conocimiento más íntimo, más profundo del texto, una familiaridad que se extiende y se renueva con cada relectura. "Cuando diseño un jardín", dice un personaje de Thomas Love Peacock, "distingo lo pintoresco y lo hermoso, y agrego una tercera calidad que llamo lo inesperado". "¿Ah, sí? Entonces, dígame", responde su interlocutor, "¿qué nombre le da usted a esa calidad cuando alguien recorre el jardín por segunda vez?".
Tampoco debemos olvidar el placer de la memoria. Leer es recordar. No solamente esos "actos ocurridos hace mucho tiempo" sino también "los actos recientes de nuestros días". No solamente la experiencia ajena contada por el autor sino también la nuestra, inconfesada. Y no solamente las páginas del texto que vamos leyendo, memorizando las palabras a medida que adquirimos otras nuevas que olvidaremos en la página siguiente, sino también los textos leídos hace tiempo, desde la infancia, componiendo así una antología salvaje que va creciendo en nuestro recuerdo como la obra fragmentaria de un monstruoso autor único cuya voz es la de Andersen, la de San Agustín, la de Quevedo, la de Javier Cercas, la de Cortázar. Leer nos permite el placer de recordar lo que otros han recordado para nosotros, sus inimaginables lectores. La memoria de los libros es la nuestra, seamos quienes seamos y estemos donde estemos. En ese sentido, no conozco mayor ejemplo de la generosidad humana que una biblioteca.
Leer nos brinda el placer de una memoria común, una memoria que nos dice quiénes somos y con quiénes compartimos este mundo, memoria que atrapamos en delicadas redes de palabras. Leer (leer profunda, detenidamente) nos permite adquirir conciencia del mundo y de nosotros mismos. Leer nos devuelve al estado de la palabra y, por lo tanto, porque somos seres de palabra, a lo que somos esencialmente. Antes de la invención del lenguaje, imagino (y sólo puedo imaginarlo porque tengo palabras), imagino que percibíamos el mundo como una multitud de sensaciones cuyas diferencias o límites apenas intuíamos, un mundo nebuloso y flotante cuyo recuerdo renace en el entresueño o cuando ciertos reflejos mecánicos de nuestro cuerpo nos hacen sobresaltar y darnos vuelta. Gracias a las palabras, gracias al texto hecho de palabras, esas sensaciones se resuelven en conocimiento, en reconocimiento. Soy quien soy por una multitud de circunstancias, pero sólo puedo reconocerme, ser consciente de mí mismo, gracias a una página de Borges, de Jaime Gil de Biedma, de Virginia Woolf, de un sinnúmero de autores anónimos. La lombriz de la conciencia (como la llamó Nicolà Chiaromonte en otra página que me define) denota la incisiva, constante, obsesiva búsqueda de nosotros mismos. La lectura añade a esta obsesión la consolación del placer.

El placer ha sido denigrado en nuestra época al entretenimiento superficial, a la distracción, a la facilidad, a la satisfacción egoísta. Confundimos información con conocimiento, terrorismo con política, juego con habilidad manual, valor con dinero, respeto mutuo con tolerancia altiva, equilibrio social con comodidad personal. Creemos que estar contentos (o creer que estamos contentos) es ser felices. Quienes están en el poder nos dicen que para sentir placer tenemos que olvidarnos del mundo, someternos a normas autoritarias, dejarnos subyugar por míseros paraísos, deshumanizarnos. Pero el auténtico placer, el que nos alimenta y nos anima, tiende a lo contrario: a tomar consciencia de que somos humanos, que existimos como pequeños signos de interrogación en el vasto texto del mundo. Quienes tenemos la fortuna de ser lectores sabemos que es así, puesto que la lectura es una de las formas más alegres, más generosas, más eficaces de ser conscientes.
La nota es cortesía de Arturo Álvarez D´Ármas

sábado, 15 de marzo de 2014

Bibliotecas de Buenos Aires







Bibliotecas de Buenos Aires: cuáles visitar para estudiar o trabajar
Empieza el año académico y hacemos un repaso de algunas de las mejores bibliotecas públicas para ir a leer e investigar. ¡Acompañanos en este recorrido!


Las bibliotecas son ideales para encontrar esa paz y tranquilidad que necesitamos para concentrarnos - Foto: Facebook Biblioteca de Maestros
Por Candelaria Palacios
Especial para revista Ohlalá! Web
@cande_palacios


Biblioteca Nacional
La Biblioteca Nacional tiene espectaculares vistas del Río de la Plata y el barrio La Isla.  Foto:  Gentileza Biblioteca Nacional
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La Biblioteca Nacional es la más importante del país tanto por su historia como por sus valiosas y enormes colecciones. El edificio actual, diseñado por Clorindo Testa , es un claro exponente de la arquitectura brutalista que surgió en los años 50 y tiene tanto amantes como detractores. Sin embargo, lo cierto es que es muy funcional, ya que los depósitos de los libros se encuentran en los subsuelos, alivianando el peso de la estructura elevada que se ve desde afuera, donde están las salas de lectura, que tienen unas vistas privilegiadas del Río de la Plata, el barrio de La Isla y el Puerto . Esta estructura soportada por cuatro enormes columnas de hormigón permite que se aproveche el resto de la manzana con espacios verdes .
La biblioteca cuenta, entre otras cosas, con el Fondo Bibliográfico del Tesoro (donde se guarda muchísimo material bibliográfico de gran importancia para nuestra historia), una Sala de Mapoteca y Materiales Especiales, varias salas de lectura, incluyendo una para no videntes, una sala especializada en partituras musicales y una muy importante hemeroteca que cuenta con diarios y revistas que van desde el primer periódico publicado en 1801, "El Telégrafo Mercantil", hasta la actualidad.
Dónde: Agüero 2502
Horarios: lunes a viernes de 9 a 21 hs. y sábados y domingos de 12 a 19 hs
Más info:http://www.bn.gov.ar/


Biblioteca de la Mujer Alfonsina Storni



La colección de esta biblioteca está relacionada con temas vinculados con las mujeres y el género.  Foto:  Gentileza Biblioteca de la Mujer.
La Biblioteca de la Mujer Alfonsina Storni fue creada en honor a esta poetisa y escritora argentina, cuya prosa feminista buscaba la igualdad entre el hombre y la mujer. La biblioteca está ubicada en el barrio de Monserrat y su colección de libros está relacionada con la historia, psicología, filosofía y muchos temas más vinculados con las mujeres y el género . Hay novelas, cuentos, poesías y biografías de todo tipo para investigar. Tiene una sala de lectura muy cómoda y luminosa y constantemente se ofrecen talleres y charlas de temas relacionados con las mujeres y la literatura feminista.
Eventos o actividades: hay una taller de narración oral todos los miércoles de 16:30 a 18:30, dirigido por la narradora Susana Blum.
Dónde: Venezuela 1538 1º Piso
Horarios: lunes a viernes de 12 a 19.
Más info:https://www.facebook.com/BibliotecaAlfonsinaStorni


Biblioteca Miguel Cané



Jorge Luis Borges trabajó en la Biblioteca Municipal Miguel Cané de 1937 a 1946.  Foto:  Facebook Biblioteca Miguel Cané.

Esta biblioteca debe en gran parte su fama a que el mismísimo Jorge Luis Borges trabajó allí durante varios años . Borges consiguió el empleo en la biblioteca municipal Miguel Cané en 1937 y estuvo ahí hasta 1946. Allí se dedicaba a catalogar libros y, cuando tenía un tiempo libre, leía y escribía sus primeros cuentos.
Su escritorio de trabajo, donde hacía fichas de libros, escribía y leía, es un rectángulo muy pequeño que ahora se visita para recordar al gran escritor. Incluso varios escritores contemporáneos de gran importancia internacional como Julian Barnes, Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards y Juan Villoro vinieron a visitar este reducto cuasi sagrado para la literatura del siglo XX .
Dónde: Carlos Calvo 4319, Boedo
Horarios: lunes a viernes de 8 a 22.
Más info:https://www.facebook.com/biblioteca.miguelcane
Visita virtual: en el sitio web del Gobierno de la Ciudad se puede acceder a una visita virtual de algunas bibliotecas. Aquí está la de la Biblioteca Miguel Cané:http://www.buenosaires.gob.ar/areas/cultura/dg_libro/visita_virtual_miguel_cane/index.html

Biblioteca Ricardo Güiraldes


La casa es imponente por la elegancia de su construcción estilo Tudor.  Foto:  Gentileza Biblioteca Ricardo Guiraldes

Luego de varias mudanzas, esta biblioteca que fue inaugurada en 1928 en Mataderos, llegó hasta su ubicación actual en la calle Talcahuano. Lleva el nombre Ricardo Güiraldes en honor al famoso escritor, autor de Don Segundo Sombra (además de muchas otras obras), que en su momento fue parte de la Comisión Honoraria de Bibliotecas Municipales.
La casa en la que está situada es imponente por la elegancia de su construcción estilo Tudor . De hecho, se realizan visitas guiadas para escuelas, entre otras actividades, para recorrer la casona.
Otro de los atractivos de esta biblioteca es que tiene dos colecciones muy importantes: laColección Felix Corso , que abarca material educativo para nivel secundario, universitario y libros de ficción, y la Colección Marcos Aguinis , donada en 2001 por este escritor y compuesta por 1.500 libros de su biblioteca particular.
Dónde: Talcahuano 1261, Retiro
Horarios: lunes a viernes, de 9 a 20 hs
Más info:https://www.facebook.com/bibliotecaricardoguiraldes
Visita virtual:http://www.buenosaires.gob.ar/areas/cultura/dg_libro/visitavirtual/index.html

Biblioteca Nacional de Maestros


Esta biblioteca pública está especializada en Ciencias de la Educación y pedagogía.  Foto:  Facebook Biblioteca Nacional de Maestros

Ubicada el Palacio Pizzurno, esta biblioteca pública está especializada en Ciencias de la Educación y pedagogía y depende del Ministerio de Educación. Tiene un sistema muy moderno para difundir su patrimonio bibliográfico a través de catálogos, colecciones especiales, programas de actividades y un sitio web bien actualizado y funcional.
Además de ser una excelente biblioteca por sus servicios y por el material que posee, vale la pena visitarla para poder admirar todo el esplendor del Palacio Pizzurno, que es un Monumento Histórico Nacional .
Dónde: Pizzurno 953.

Horarios: lunes a viernes de 8:30 a 21 hs y sábados de 9 a 14 hs.
Más info:www.bnm.me.gov.ar


Biblioteca del Congreso de la Nación


La Biblioteca del Congreso se creó en 1859, con el propósito de asistir a los legisladores de ambas Cámaras, a los investigadores y al público en general. Se especializa en temas de materia legaly cuenta con uno de los acervos documentales más importantes del país, con más de 3.000.000 de piezas bibliográficas. Además, su hemeroteca tiene más de 7.000 títulos de colecciones de diarios y revistas argentinos y extranjeros.
Desde 2012, la Biblioteca también cuenta con una nueva sede administrativa que actúa a su vez deespacio cultural . Esta segunda sede está ubicada en Adolfo Alsina 1835. El edificio incluye un microcine para 140 espectadores con imagen 3D, entre otros espacios de exposición y salas para talleres y cursos.

Eventos o actividades: ya empezó la temporada 2014 de cine en la Biblioteca del Congreso con dos ciclos, uno cubano y el otro europeo de los 60, que se desarrollarán durante marzo. La entrada es libre y gratuita y todas las funciones se realizan a las 19 horas en la Sala Leonardo Favio, ubicada en el subsuelo del Espacio Cultural de la Biblioteca del Congreso, en Alsina 1835.
Dónde: Hipólito Yrigoyen 1750
Horarios: lunes a viernes de 8 a 24 hs. Sábados y domingos de 10 a 20 hs.
Más info:http://www.bcnbib.gov.ar/




jueves, 26 de diciembre de 2013

Experimento con la India. Giorgio Manganelli





Nota
En 1975 Giorgio Manganelli partió hacia la India como enviado de la revista Il Mondo. Allí permaneció casi un mes solo, y la fascinación de la taciturna India "que macera y corroe, encharca y nutre" lo impresionó profundamente. El lector encontrará aquí --por primera vez recopilado en un volumen, y con el título Experimento con la India, que el mismo Manganelli había indicado-- todos los textos sobre ese viaje.  

Ebe Flamini. (Nota contenida en el suplemento editado por Ebe Flamini, del número 50 de la revista Debats. Diciembre, 1994





                                                                 “Un largo trago de whisky, un trago laico, tengo ganas de la India, no de ambigua, tal vez mediocre literatura... Así se prepara un hombre italiano cuando el avión en el que viaja y que pareciera estar de acuerdo con el universo”–, se acerca, de noche, a las primeras luces de la tierra de Siddharta, Shri Ramakrishna, Vivekananda, el universo infinito, el Absoluto y todo lo demás que trasciende el conocimiento libresco precisamente porque para conocerlo en realidad hay que entrar a ello como se entra a la cabina de un avión: sin saber a ciencia cierta qué, cómo y cuándo pasará.
Un tal que, más que conocer, me ocurre frecuentar con una cierta forzada asiduidad, está por partir hacia la India. Es un viaje que, desde que lo conozco, siempre ha deseado realizar, y no raras veces se tenía la impresión de que su temperamento lúgubre derivase del hecho de nunca haber visto un centímetro cuadrado de suelo indio. Como todos aquellos que han leído Siddharta de Hesse, desconfío de los que desean ir a la India de una manera casi hipnótica, intensa, nostálgica, naufragante. Ignoro si mi amigo ha leído Siddharta, pero supongo que si es así no habrá hecho mucho caso. Lo he encontrado en estos días, y lo he encontrado abatido y lúgubre, como de costumbre. Sólo que su tristeza escondía y develaba al mismo tiempo un fondo de sabiduría ligeramente alarmante. Es increíble, me dice, tomándome por el codo como si fuera un condoliente en una ceremonia conmemorativa, es increíble cuántos errores psicológicos, intelectuales, filosóficos puede cometer una persona que está por irse a la India. Justamente creo que puedo decir que en estos últimos diez días he hecho ya un viaje mental a la India que me ha dejado extenuado. Podría romper el boleto, e igualmente tendría un itinerario que relatar. ¿Sabes, me ha dicho bruscamente, que los griegos decían que Dionisio tenía una morada en aquellas tierras? Debe ser cierto: son diez días que vivo en un éxtasis de sudores fríos, de escalofríos, de insomnio y además de pesadillas. Murmuré una genérica simpatía. No me escuchaba; no estoy seguro de que supiera que estaba junto a mí. Por ejemplo, cuando uno está por ir a la India, comienza a pensar que es un genio. Sólo los genios, ¿no?, tú me entiendes La India. Pero naturalmente no es verdad. La India es una gran seductora, te sugiere: Si vienes a mí, eres un dios, un encantador de serpientes, una serpiente; eres mi eterno amante.’” Mala literatura, susurro. Pésima, dice mi amigo; pero no es fácil renunciar a tanta, y tan generosa mala literatura. ¿Por qué no se renuncia a un gran amor? Porque, literalmente, es algo ínfimo. Y también te dice, en realidad ignoro quién: ven a buscar los lugares de tus reencarnaciones precedentes. Sabes, una vez soñé que vivía en Patna1 . Podría ser. Suspira. Luego se te ocurre que para ti todo ha terminado, apenas llegas a la India comienzas a tener levitaciones, visiones, tropiezas con mandalas, encuentras una sakti, y conoces el gran flujo de la existencia (quizá ha leído Siddharta). Sacude la cabeza. Es toda una faena de flores de loto, como en Este2 , me parece, hacia Rovigo, de ojos abiertos sin pupilas, de curry y de monzones; y de vacas sagradas, ¿no?, añade como si esperase una confirmación inútil. No entiendo si quiere o rechaza a las vacas sagradas. Luego, me dice con súbito y remiso furor, la India es a la vez trágica y apacible, los monjes usan una escobeta cuando caminan para no aplastar insectos. Estoy leyendo la Bhagavadgita, añade con una extraña vulgaridad en la voz que descubro septentrional, quizá milanesa, ¿sabes? Me gusta Krishna. Es un dios. Espero conocerlo. Luego lo observo huir espantado, y yo huyo con él.
El avión, innegablemente, zumba; estaría tentado a decir que ronronea: pero con particulares ronroneos espirituales, meditabundos, abstractos. Es del todo evidente que este avión goza de una excepcional buena consciencia; no sé si el reciente y vertiginoso progreso de la ciencia teológica ha descubierto sacramentos específicos para confortar las almas de cachalote delicado de los aviones, pero no hay duda de que este pingüe aeroplano da la embarazosa impresión de estar de acuerdo con el universo. Es lúcido, ovoidal, mórbidamente geométrico, como esos objetos que a veces se sueñan, y que hacen decir a los emocionados psicoanalistas: ¿En verdad? Este avión mariposa de mil toneladas se comporta como si fuese parte del vestido de noche de un ángel. Tiene incluso ese matiz noblemente vasallo que tenían hace siglos los mayordomos, inflexibles custodios del decoro de una familia. Es embarazoso, he dicho, porque nadie, al menos yo no, goza de una consciencia tan perfectamente reposada. El avión se dirige a la India, y puesto que estoy en este huevo puesto en los cielos por una admirable gallina hiperurania, también yo voy a la India. Para el avión, mojado por una aureola, ir a la India parece una empresa agradablemente obvia. Una de esas tareas simples que reafirman el mundo: como, en las novelas inglesas de principios de siglo, la tarea del lechero que dejaba hacia el alba una botella, o la del voceador que ponía al lado un ejemplar del periódico, saturado de tranquilas batallas, de taciturnos estragos, de catástrofes tranquilizantes. Cosas que dan una continuidad a la existencia. Debo decir que el avión ha hecho cuanto podía para hacerme sentir a gusto: me ha servido una decorosa comida, y la ha consagrado con una copa de Chablis y otra de Nuits-Saint-Georges. Encuentro el pensamiento muy delicado, pero no sólo sosegado. Ahora permanezco solo en el saloncito que el avión precavidamente ha parido dentro de sí para las almas sensibles y pienso en este hecho imposible: estoy en camino hacia la India. Suspiro y paladeo un delicado whisky: propiamente, un traguito, pues de kilómetro en kilómetro mi cantidad de alma crece. Viajo en Siddharta, que es un modo noble y exótico de viajar.Siddharta, como todos saben, es un libro lleno de poesía y de elegante profundidad. Va de acuerdo con mi whisky, es aterciopelado y noble. A medida que saco el alma de mis bolsillos internos, la encuentro transparente y suave. Y sin embargo no estoy tranquilo. El afectuoso asiento no me consuela. Siddharta, me repito, es una pensativa interrupción de la India. ¿Has notado? Me digo. Nunca hay un abrazo cómo se siente que el espíritu en mí desborda como espuma de cerveza sin aludir al gran Ciclo de las Existencias. Es un libro y trato de ponerme cómodo lleno de noble y luminosa clarividencia. En Siddharta se muere al lado de ríos alegóricos, y en general se siente por doquier un perfume de madera de sándalo. Está lleno de Maestros y Discípulos, de Experiencias y de Iluminaciones. Es ascético y carnal. ¿Así será la India? Cuando se lee el libro de Hesse, uno olvida que existen los excrementos. La cosa parece noble, pero, a la larga, ¿será honesta? Muy agitado, me pregunto si será honesto tener un alma. Trato de meter la mía dentro de mis vísceras, pero ella, que sabe que me dirijo a la India, sigue exudando. Bebo, más bien engullo, una película de whisky. Es dulce, es un último saludo occidental, que me es gentilmente ofrecido por un camarero amigo, un ser aparentemente humano que en verdad el gran aparato ha parido para que yo esté a gusto. Recuerdo que también hay mendigos en Siddharta, y monjes: ¿pero no serán roles distribuidos en un libreto lindo y aseado? ¿Voy a un mundo tan tormentosamente sabio? Me pregunto si el continente tiene olor a madera de sándalo. Mentalmente paso las páginas de Siddharta y como si nada lo dejo caer en el vacío, o en mi alma, o en el mundo: escucho un rumor de mandíbulas, algunas se están comiendo el Siddharta, quizá un secreto, iniciático mecanismo del avión que cumple la función de consumir los sueños de los viajeros, de impedir que invadan el volátil habitáculo.
El viaje prosigue por la noche: estoy consumiendo Arabia, desiertos, montañas, mares, estoy gastando el mundo para tener una propina de la India, una moneda, una rupia, un collar del país del que únicamente sé lo que se puede aprender en los libros, que no es mucho, y además poco claro. Naturalmente, no viajo sólo en Siddharta, que es una hermosa carrocería, sino también en el Vedanta. Christopher Isherwood, el exquisito narrador de fábulas berlinesas, que se acurruca, atormentado y confiado, a los pies de Shri Ramakrishna y de Vivekananda. Un escritor malicioso, muy lúcido, terrestre, metropolitano, un impecable narrador de vulgaridades pasionales, de penas mediocres, de aventuras intrínsecamente nocturnas. Y Huxley, un hombre tan agudo, seco, ágil; también él rebuscó en el Vedanta, en busca de una mínima hipótesis de trabajo que permita explicar por qué nunca nos matamos de inmediato, cuando mucho luego de conseguir el diploma de tercero de primaria. Cuántas cosas hay en el Vedanta: está el Absoluto, y Brahman y Atman, hay un universo infinito, y la pérdida del yo: tú eres Esto, donde Esto es lo que no eres tú. El Vedanta es una cosa noble, tan terriblemente noble, y sin risa; me muevo a disgusto en mi asiento, y me digo, me confieso que provengo de un continente donde hace tiempo que de Absoluto no se produce nada, y donde existe una risa seca y tormentosa que quizá ha delineado definitivamente nuestros rostros. ¿Pero estoy viajando hacia una república, o hacia la morada del Vedanta? ¿Qué sé, pienso, fantaseo, sobre la India? Como, creo, muchos europeos ideológicamente perplejos, tengo la impresión de que la India es un lugar de alto tenor a Dios, una selva que produce monos, pavos reales y ascetas; aquí existen aún los Maestros, los Profetas, y cuando se habla de la Verdad no se alude a un caso jurídico, sino a la Verdad total, cósmica; y bien, ¿no será la India un país cósmico? Para nosotros que de cósmico ya nada tenemos excepto un poco de astrología semanal, podría ser un trauma intolerable. ¿No habrá, me digo cobardemente, un poco demasiado de Absoluto en este país que goza del misterio y de los enigmas?
Pongamos que sea un país donde la Verdad se ofrece gratis en las esquinas de las calles, ¿qué haría si un mendigo arrugado y secular me tendiera la mano no para pedir sino para ofrecer, ofrecerme la Verdad definitiva? Diría: Gracias, es justo lo que quería, la tendré en cuenta, no se la daré a los niños para que jueguen, ¿o seguiría mi camino, como si nada, avaramente comprendiendo mal el gesto, encariñado con mi milenaria falsedad? ¿Qué idea me estoy haciendo de la India? Indago mentalmente en mi modesta biblioteca, y encuentro identificaciones, éxtasis, visiones bebo un trago de whisky, trato de normalizarme gracias a una moderada embriaguez. En este momento temo y detesto a la India. Pero el alma sigue manifestándose: y en un libro mental mío, encuentro una alusión a la reencarnación. ¿No es algo excesivo? Ahora la India se me abre de frente como un abismo acogedor, algo en lo que uno se puede precipitar sin herirse, un abismo de carne, un abismo madre, un precipicio de sombra, un embudo infinito que da sobre una Nada activa, algo que es, y que es la nada. El perfume de sándalo de Siddharta regresa a mis narices como una agraciada especie, canela de la muerte, clavo, para dar sabor a un fatal trago. A medida que me aproximo, la India prolifera en mi cerebro de medroso occidental, la veo crecer, enorme masa de carne, con sus acantilados y su perfume de sándalo, sus almas inconsumibles, su vida y su muerte omnipresente, el lugar de las transformaciones, la casa madre del Absoluto, la fábrica de los ascetas, la cadena de montaje de las reencarnaciones, el gran almacén de los símbolos, un país exterminado en el que de rama a rama metafórica bailan simios alegóricos, y mendigos voluntarios, conscientes de treinta encarnaciones, te asedian para salvarte el alma; el depósito de los sueños, el único lugar donde aún existen los dioses, pero como delegados de un Dios sumido en sí mismo, y contemporáneamente encarnado en todas partes, un lugar de templos y de leprosos desde el cual la sonrisa de Buddha o de Shiva no han sido nunca eliminadas, mórbidas e incomprensibles, estáticas y mortales.
Un largo trago de whisky, un trago laico, tengo ganas de la India, no de ambigua, tal vez mediocre literatura; no voy a reencarnarme, ni a conocer los lugares donde he vivido hace tres siglos esto le sucedió a algún teósofo sino que voy en guardia, oh, cómo estaré en guardia; si veo la esquina contra la que me apoyaba corroída por la lepra secular, miraré el reloj, echaré a andar, y será claro para todos, también para el Absoluto, que ciertas tareas las reputo demasiado privadas para discutirlas en presencia de la servidumbre y de los niños. Y en cuanto al Absoluto, grito en un último ímpetu, le recuerdo que el último libro que he leído antes de emprender el viaje ha sido Del amor de Stendhal: milanés, como, con rara cobardía, en este momento recuerdo que soy. Todos los europeos morimos, mi querido Absoluto. Por ello nuestra carcajada es inconfundible. Me agazapo en el asiento, el avión está descendiendo, lentamente, con gracia: me zumban los oídos, aprieto los puños, y en la aún cerrada noche atisbo las primeras luces de la India

(Fragmento de la obra. Traducción de José Abdón Flores)


 (Jornada Semanal,  2 de septiembre del 2001)