Herman Melville (1819-1891) |
POR ANDRÉS HAX LITERATURA 24/01/14 - Revista Ñ . CLARÍN
Moby Dick
es una novela extraña, bella, poética, melancólica y canónica pero cuando su
autor -Herman Melville (1819-1891)- falleció apenas salió en los diarios.
Recién en la segunda década del siglo XX fue redescubierto.
I.
Cuando
uno es muy joven y queda hechizado por primera vez por la literatura, nace al
mismo tiempo la idea de que la felicidad máxima se alcanzará escribiendo. Y a
la vez también la desesperada idea de que el mejor desenlace posible para la
propia vida sería escribir una Gran Novela. Desafortunadamente, el 99,999 % de
las personas que sintieron esto en algún momento iluminado de su juventud nunca
llegaron –o nunca llegarán– a comprobar si cumplir este anhelo es, de hecho,
una forma de entrar en una especie de inmortalidad en vida o al menos en un
pequeño nirvana. La historia nos dice que no. Escribir una obra maestra no
garantiza ni paz, ni felicidad, ni reconocimiento. Un caso emblemático es el de
Herman Melville.
Aquí lo
vemos, en 1851. Es noviembre y está caminando por los helados campos cercanos a
su casa -llamada Arrowhead, por las puntas de flecha de piedra que los indios
americanos –ya espantados– dejaron desparramados por todos lados. Estamos en
Pittsfield. Es un pequeño pueblo en el oeste del estado de Massachusetts, a
unos 220 kilómetros
de Boston. Tal vez está nevando un poco, al comienzo de la primera tormenta del
año. En poco tiempo vendrá el invierno.
¡Qué
joven que está Melville! Tiene 32 años, nada más. Hace cuatro años que está
casado. Tiene un hijo, Malcom, de tres (que se suicidará en la casa de sus
padres, con un tiro de pistola a la cabeza, a los 18 años). Tiene otro hijo,
Stanwix, recién nacido (este se morirá a los 36 años de tuberculosis, muy lejos
de su padre, en San Francisco).
Entonces,
es noviembre de 1851 en Pittsfield, Massachusetts y Herman Melville está
caminando entre los antiguos y colosales arces y robles deshojados. Cuervos y
halcones trazan sus dramáticas curvas en un cielo gris. Sus pasos son firmes.
Por allí está yendo a visitar su amigo y vecino Nathaniel Hawthorne, a quien
admira con un fervor casi amoroso. Tal vez las exhalaciones de su aliento hacen
humo en el aire de la tarde fría. O tal vez sólo se pueden ver sus ojos, ya que
su rostro está envuelto en una larga bufanda. Lo que sí sabemos –aunque no está
escrito en ningún lado- es que Melville en este preciso momento está en un
estado de gracia. No está caminando; está flotando. Es un ser perfecto que ha
cumplido la misión de su vida. Søren Kierkegaard dijo que llegamos a la vida
con órdenes selladas. El 99,999% de nosotros ni lo sabemos o, si lo sabemos,
nunca llegamos a leer esas órdenes. ¿Dónde están? ¿Por qué no llegan? ¿O
llegaron hace tiempo y estarán perdidas entre tantos otros papeles?
Herman
Melville acaba de terminar de escribir Moby Dick. Lo escribió fuera de sí, con
ángeles y demonios a su espalda. Es su sexta novela pero nadie podría haberse
imaginado que el autor de esos previos amenos relatos marítimos hubiera sido
capaz de escribir algo así. Un libro infinito. Eso decían sus órdenes selladas:
escriba Moby Dick. Y lo hizo.
¿Y
entonces?
Y
entonces nada.
Nadie
leyó Moby Dick. Los que le prestaron una mínima atención lo despacharon como
una locura incomprensible. Cuando murió Melville, a los 72 años -tras trabajar
viente años como inspector de aduanas- era un desconocido. En el obituario del
New York Times escribió su nombre Henry Melville. Aunque en su vida publicó
-aparte de Moby Dick- diez novelas más, más de una decena de cuentos, y un
centenar de poemas, la escritura de Herman Melville es esencialmente póstuma:
su obra cobró vida solamente después de su muerte. El autor de una de las
mejores novelas de la historia de la literatura murió solo y triste, amargado y
desconocido.
Es un
cuento viejo.
II.
Moby Dick
empieza con un saludo íntimo. El narrador simplemente se presenta diciendo:
"Call me Ishmael". Es la primera frase del libro. En castellano suele
ser traducido como: "Llamadme Ismael"; o peor aún: "Pueden
ustedes llamarme Ismael." Esto es una tragedia. Call me Ishmael es un
frase coloquial e imposiblemente más llana. Si vas a un bar en los Estados
Unidos a beber solo, como se suele hacer en los bares de los Estados Unidos, y
tu compañero de barra, tras unas cervezas silenciosas, decide iniciar una
charla, tu podrías aceptar su avance diciendo: Call me (Joe, John, Peter,
Chris, Bob, Bill...). "Llamadme" es una aberración. ¿Quién dice
Llamadme? Y lo de ustedes funciona aun menos, porque Ishmael no esta
dirigiéndose a un grupo. No está comenzando un discurso. Ishmael te está
hablando íntimamente, informalmente. Te va a contar algo que le pasó, si querés
escucharlo. Si no tenés otra cosa que hacer. Pedite otra Budweiser. Si te
faltan puchos, andá a comprar. Acomodate, que esto da para largo y va a estar
bueno.
Y el
relato empieza así. A Ishmael, que viene de una buena familia, que fue profesor
de escuela, le agarró una depresión, una desilusión con todo lo cotidiano y con
el mundo en general. Tanto es así que está pensando -con inquietante
frecuencia- en suicidarse. También lo poseen sentimientos violentos. Tiene
ganas de revolear los sombreros a los solemnes peatones de la ciudad. Pero
cuando le pasa esto tiene una solución. Se embarca en un ballenero. Son viajes
largos, de dos o tres años. Das la vuelta del mundo. Mandás todo al carajo y te
vas. Es, de hecho, como un suicidio temporario. Pero además, te pagan. Por más
romántico que nos suena hoy, en su momento era un trabajo proletario. Como si
un joven de privilegio abandonara su vida cómoda para ir a trabajar a una
fábrica.
Ishmael
no es megalómano pero sabe que su pequeña vida es una parte, aunque sea
infinitesimal, de un gran relato cósmico. Este tipo es un poeta y un filósofo.
Parte hacía la isla de Nantucket porque para sus gustos –que son finos– los
balleneros más nobles y clásicos salen de esa isla (que está a menos de 200 kilómetros al
suroeste de Boston). Pero primero tiene que hacer escala en New Bedford -un
puerto entre Boston y Nueva York- donde se embarcará al punto de partida de su
aventura. Tiene poca plata y en el hotel oscuro y de mala muerte que encuentra
un sábado por la noche (los barcos a Nantucket salen el lunes por la mañana) no
hay cupo, salvo que quiera compartir su habitación con otro huésped. Bueno, ¿por
qué no? Ishmael acepta y, todavía solo, se acomoda en la cama. Horas más tarde,
entra su compañero de cama. Es un enorme hombre negro, tatuado de pies a
cabeza, que no habla una sílaba de inglés. Tras una confusión inicial, y
después de un breve ritual pagano llevado a cabo por Queequeg (el
"salvaje"), los dos terminan en cama juntos, charlando como un viejo
matrimonio -cada uno en su idioma y de alguna manera entendiéndose. Se
despiertan con la luz del día, sus piernas entrelazadas. Ya son amigos íntimos
y los dos irán juntos en búsqueda de una nave para lanzarse a los océanos del
mundo, por uno, dos o tres años, sin hacer nunca pie en tierra firme en todo
ese tiempo.
Así
empieza Moby Dick. Si lo agarra un buen cineasta podría hacer una versión fiel
que espantaría la iglesia y cualquier señora de buen gusto. Y eso, para
nuestros gustos, es bueno.
Herman
Melville es un contemporáneo de Karl Marx, de Fiódor Dostoyevski, de Walt
Whitman (su compatriota), de Charles Darwin, de Rimbaud, de Van Gogh, de
Nietzche, de Wagner. Es una lista absurdamente incompleta esbozada simplemente
para ubicar a Melville en su momento histórico. Pero la lista también sirve
para mostrar la soledad de Melville. Aunque sus logros como escritor lo ponen,
retrospectivamente, en la misma categoría de los pensadores, pintores, músicos
y filósofos sugeridos, en vida no pudo usufructuar ni de la admiración de ellos
ni de su compañía. Melville es un solitario.
Resumir
Moby Dick en una página es una tarea tan inútil como intentar resumir el Museo
del Prado en semejante espacio. Si podrías dedicarle una monografía entera a
sólo un rincón de un panel de El jardín de las delicias de El Bosco, por
ejemplo. Si te conviertes en fanático lo mismo podrías hacer con cada capítulo,
con cada párrafo, de la gran novela de Melville. Mencionamos ese cuadro en
particular, porque Moby Dick también está lleno de miniaturas. Como ese cuadro
del Siglo XV, la novela de Melville está híperpoblada con decenas de
personajes; tiene aspectos luminosos y partes sombrías; es alegórico pero sus
simbolismos son alarmantes en vez de ser repeticiones de viejas mitologías; lo
puedes mirar y mirar y siempre encontrás algo nuevo; es desesperadamente seria,
pero también tiene algo de juego; es narrativo, pero también enciclopédico; a
primera vista parece inocente, pero tras una inmersión en su mundo, da miedo.
Al
principio de Moby Dick, Melville entona: "“Pero he nadado por bibliotecas
navegado por océanos". Moby Dick es un laberinto, una antología, un poema
en prosa, una aventura, un informe sobre la industria más importante de su
momento, un borrador para una nueva metafísica.
Es
urgente que lo leas lo antes posible.
III.
La obra
de Herman Melville no se limita a Moby Dick. En total escribió once novelas;
pasó casi treinta años de su vida escribiendo poesía; escribió cuentos
canónicos como Billy Budd y Bartleby el escribiente (que podría haber sido
escrito por Kafka). Pero si leemos estas otras obras de Melville -o indagamos
sobre los detalles de su biografía- es en gran parte para acercarnos al
inagotable misterio de Moby Dick. De intentar entender mejor de dónde vino,
cómo fue escrito, y de hacer tiempo antes de una relectura de la obra que lo
hizo inmortal, por más que el nunca se haya enterado.
EL BLOG OPINA
Disfrutamos de Moby Dick en la adolescencia y la hemos releído tantas veces como se nos viniera en gana. Hoy, como ayer, pensamos que si eligiéramos las veinte novelas mejor escritas, no podría estar ausente Moby Dick. Un prodigio sin par de la narrativa contemporánea, una obra gestada en la experiencia lograda en una vida vivida intensamente y que volcara en su estilo literario, además de ideas, que mostrara en sus novelas. Los temas sobre el bien y el mal fueron motivo de crítica y rechazo por sus contemporáneos. Herman Melville fue un rara avis en la literatura norteamericana, precursor de una óptica positiva hacia la libertad de pensamiento, alejado de todo convencionalismo social o étnico, una reflexión afín y consustanciada hacia la vida sin prejuicios de la gente de la Polinesía, que mostrara en sus novelas escritas entre 1846 y 1850 y ello daría motivo a que su obra fuera desestimada y durante mucho tiempo condenada al olvido. A partir de 1920 en ocasión de la publicación de sus obras completas fue rescatado Melville del ostracismo en que yacía. Hoy día es considerado, junto con quien fuera su amigo, Nathaniel Hawthorne y Edgard Alan Poe, como las figuras más profundas de la narrativa norteamericana.
EL BLOG OPINA
Disfrutamos de Moby Dick en la adolescencia y la hemos releído tantas veces como se nos viniera en gana. Hoy, como ayer, pensamos que si eligiéramos las veinte novelas mejor escritas, no podría estar ausente Moby Dick. Un prodigio sin par de la narrativa contemporánea, una obra gestada en la experiencia lograda en una vida vivida intensamente y que volcara en su estilo literario, además de ideas, que mostrara en sus novelas. Los temas sobre el bien y el mal fueron motivo de crítica y rechazo por sus contemporáneos. Herman Melville fue un rara avis en la literatura norteamericana, precursor de una óptica positiva hacia la libertad de pensamiento, alejado de todo convencionalismo social o étnico, una reflexión afín y consustanciada hacia la vida sin prejuicios de la gente de la Polinesía, que mostrara en sus novelas escritas entre 1846 y 1850 y ello daría motivo a que su obra fuera desestimada y durante mucho tiempo condenada al olvido. A partir de 1920 en ocasión de la publicación de sus obras completas fue rescatado Melville del ostracismo en que yacía. Hoy día es considerado, junto con quien fuera su amigo, Nathaniel Hawthorne y Edgard Alan Poe, como las figuras más profundas de la narrativa norteamericana.