Cata Podestá, la teórica autora del libro 'Pieles negras y blancas', en realidad escrito por Vargas Llosa. |
Mario Vargas Llosa
se convirtió en 1959 en ‘autor de alquiler’
Aceptó el encargo
de una dama de la alta sociedad peruana de redactar para ella un libro de
viajes
¿Mario Vargas Llosa, escritor fantasma?
¿Era verdad que había escrito una novela antes de La ciudad y los perros(1963), la cual
había sido publicada con seudónimo? Ya no recordamos cómo nos llegó el rumor,
pero ¿se trataba de un dato fidedigno? El título no figuraba en ninguna
bibliografía. Dada nuestra curiosidad, no pudimos contenernos y decidimos
preguntárselo al presunto autor. Vargas Llosa se limitó a sonreír y adujo que
el esfuerzo que le suponía escribir una novela bien merecía que la firmara con
su nombre, lo que restaba credibilidad a nuestra suposición.
Sin embargo, con el tiempo, el misterio
resurgió. Era poco probable que una información de ese calibre pasara
desapercibida para los numerosos críticos y biógrafos. Finalmente, la pista nos
la dio una estudiosa francesa, Marie-Madeleine Gladieu, experta en la obra de
Vargas Llosa, cuyo ojo zahorí detectó la punta del hilo de la madeja en las
memorias de Julia Urquidi Illanes, es decir, la tía Julia, la primera esposa
del novelista. Allí, en Lo que Varguitas no dijo (1983), se hace una breve alusión al
episodio (aunque la autora confunde Oriente con África).
Como se sabe, en 1959 la pareja se
había trasladado de Madrid a París, donde vivía con estrecheces económicas en
una buhardilla del modesto Hotel Wetter, en el número 9 de la rue de Sommerard.
Vargas Llosa tenía 23 años. “Más o menos por esos días”, recuerda la tía Julia,
“llegó al hotel una dama peruana. Acababa de hacer un viaje por el Oriente, y
quería escribir un libro sobre sus experiencias. Habló con Varguitas. Quedaron
en que ella le iría contando sus viajes y él escribiría el libro por una suma de
dinero que consideramos suficiente, para los gastos extras de la semana. Le
pagaría los días viernes, de acuerdo a las páginas escritas. Todas las mañanas
iba mi marido a la habitación de la viajera, para hacer el trabajo.
Frecuentemente entraba yo a la pieza a escuchar sus relatos, estos eran
bastante infantiles. Mario se divirtió con este trabajito. Ella era una señora
muy puritana, él escribía capítulos donde había príncipes árabes, que se
introducían en su habitación por los balcones, con malvadas intenciones
violatorias, lo que espantaba a esta ingenua dama”.
Desde luego, la primera condición
laboral para un escritor fantasma es mantener el anonimato. De ahí que Vargas
Llosa no pudiera admitir su colaboración. En ese sentido, debemos reconocer que
fue discreto, y, por otra parte, es comprensible su renuencia a hablar sobre el
asunto, ya que sin duda aceptó el encargo por fuerza de las circunstancias.
Tratándose de un joven novelista lleno de bríos, cuyos esfuerzos estaban
concentrados en la creación de La ciudad y los perros, no debía de ser muy atractiva la idea
de alquilar su pluma y de tener que explotar su creatividad en temas ajenos. En
su testimonio, la tía Julia destaca las precauciones de la dama: “Como no
quería que nadie viera a Mario escribiendo, la puerta estaba siempre cerrada.
Incluso mi presencia no era de su agrado, pero no tenía más remedio que
soportarme; era la esposa de su escribidor. (…) Debe haber sido el libro más
difícil para Varguitas. (…) Tener que darle forma, sentido a eso, fabricar un libro, no debe haber sido fácil”.
La dama en cuestión era Cata Podestá y
el volumen se titulaba Pieles negras y blancas. Fue impreso a cuenta de la autora en
los talleres de P. L. Villanueva en Lima, en octubre de 1960, y consta de 313
páginas. Aunque la doctora Gladieu lo aborda como si fuera una novela, se
trata, en rigor, de un libro de viajes (incluso trae un mapa de África en el
que se señalan las ciudades visitadas). En todo caso, posee una forma
novelesca, con escenas dialogadas, lo que denota la familiaridad con el género
que tenía Mario Vargas Llosa y sus deseos de fabular.
El procedimiento de este trabajo a
destajo fue el siguiente: la señora Podestá paseaba por la habitación del hotel
Wetter evocando su periplo por tierras africanas y el narrador recreaba las
aventuras en su máquina de escribir, tomándose ciertas libertades para aderezar
la trama. Cabe recordar que Vargas Llosa era muy precoz: por entonces estaba
escribiendo su primera obra maestra, La ciudad y los perros,
que obtendría el Premio Biblioteca Breve en 1962, apenas dos años después.
Las impresiones de Julia Urquidi
Illanes sugieren que Cata Podestá era una señora de la alta burguesía peruana
con veleidades literarias. Ciertamente, antes de su encuentro con Vargas Llosa
ya había publicado un libro, Sedas y harapos, que apareció con el sello de la Librería Internacional
del Perú, en 1958, con un prólogo de Luis Alayza y Paz Soldán. Es el relato de
un viaje que la autora realizó por Asia. Curiosamente, el volumen fue reseñado
en el diario español ABC, el 13
de agosto de 1959. El comentarista destaca que esta crónica nos lleva a la India , Líbano, Hong-Kong,
China, Birmania, Japón y otros países asiáticos: “Nos encontramos con un
delicioso retablo de descripciones llenas de finísimos matices, de
observaciones agudas y hallamos ciertamente los detalles tradicionales de
aquellas tierras, sus rasgos peculiares, con los de sus gentes. (…) Es una obra
que se lee con verdadero deleite”.
Mario Vargas Llosa y su esposa, Julia Urquidi, en París en 1961. |
Podestá visitaba
al hoy Nobel en su buhardilla de París y le dictaba vivencias. Cata Podestá murió centenaria hace
cuatro años. Había nacido el 11 de junio de 1909 y su nombre completo era
Caterina María Podestá Assereto. De firmes ancestros italianos, se casó muy
joven, a los 18 años, con Juan Enrique Capurro Rovegno, miembro de una familia
de terratenientes. Su matrimonio duró muy poco. Audaz y voluntariosa, prefirió
separarse antes que guardar las apariencias, como hacían otras mujeres de su
generación. Luego de nacer su único hijo, Juan Miguel, en 1929, se fue con él a
vivir a Chile. Al cabo de unos años regresó al Perú y, cuando su vástago creció
y se fue a estudiar a Estados Unidos, ella se dedicó a viajar por el mundo y a
disfrutar de sus rentas. Cata Podestá falleció en Lima el 12 de octubre de
2009.
Fue una mujer independiente y segura de
sí misma que, en plena juventud, resolvió no someterse más a la férula de
ningún hombre. De acuerdo con sus descendientes, era una persona muy querida,
vital y emprendedora. Se resistía a las convenciones y no temía viajar sola,
aun cuando ello supusiera afrontar ciertos peligros. Su gran atractivo físico
llamaba inmediatamente la atención y, a sus 70 años, no se inhibía de llevar jeans y
zapatos rojos de taco alto. Esta visión coincide con la de Alfredo Bryce
Echenique, quien refiere en el segundo tomo de sus Antimemorias que ella frecuentaba mucho la casa de
su familia, pues era muy amiga de Elena, su madre:.
“Entonces apareció por casa la
inolvidable señora Catalina Podestá, con su tardía vocación de escritora. La
señora Cata, como la llamaban, era una mujer muy guapa, de larga cabellera
roja, piel canela, temblorosa voz e impresionante silueta. Como usaba a menudo
pantalones y era divorciada —y aunque tratándola siempre con especial
deferencia—, mi padre la había condenado a una suerte de purgatorio social que
consistía en invitarla mucho, porque mi madre la adoraba, pero a unas horas en
que jamás se invitaba a nadie. Y aunque doña Cata compartía con mi madre la
devoción por Marcel Proust, más pudieron la gran cabellera roja, la piel
canela, los pantalones ceñidos y su divorcio, en el apodo que le puso mi padre:
La Domadora ”.
Mario Vargas Llosa, fotografiado en París en 1960. |
Mientras tanto, las inclinaciones
narrativas de la señora Cata se hacían más fuertes y un día le preguntó a
Alfredo Bryce—quien todavía era inédito— si podía recomendarle a uno de sus
profesores para que le enseñara a escribir cuentos. Naturalmente, sus servicios
serían bien remunerados. Como él estudiaba Derecho y Literatura en la
universidad de San Marcos, le trasladó la propuesta al catedrático Carlos
Eduardo Zavaleta, escritor en alza de la generación del 50, quien le dijo que
no estaba dispuesto a perder su tiempo con aficionadas, aunque fueran muy
adineradas. Después vino la convocatoria del Festival Cristal del Cuento
Peruano, cuyo jurado era presidido por Ciro Alegría, el escritor peruano más
reconocido de la época.
El fallo dio el premio máximo a la
desconocida Catalina Podestá y el talentoso C. E. Zavaleta fue relegado al
puesto de finalista. ¿Qué había ocurrido? Según Bryce Echenique, lo que nadie
sabía era que hacía ya unos meses que don Ciro había asumido las funciones de
profesor particular de doña Cata. ¿Otro escritor fantasma? En honor a la
verdad, habrá que decir que La voz del caracol es un buen cuento y que no guarda
similitudes con la obra de Alegría. No obstante, también es cierto que la
pericia del enfoque narrativo corresponde más a un autor consumado que a uno
inexperto, sin mayor oficio. Y, para complicar las cosas, después de haber
obtenido el disputado galardón, inexplicablemente, la triunfadora optó por el
silencio creativo.
En cuanto a Vargas Llosa, su
experiencia como escritor fantasma no pasaría de la anécdota si él mismo no le
hubiera atribuido una mayor importancia. Tanto así que en 1983 estrenó una obra
de teatro, Kathie y el hipopótamo,basada
en su relación con la señora Podestá. Es una pieza compleja y ambiciosa, donde
resucita al periodista Zavalita, su célebre personaje deConversación en La Catedral , y lo confronta con Kathie Kennety, la
esposa de un banquero, que lo contrata para escribir un libro de viajes. Vargas
Llosa nos ha comentado al respecto: “Quería transmitir cómo esos dos seres
entre los que al principio hay una relación de patrón y asalariado poco a poco
van estableciendo una relación humana al descubrir que, pese a sus grandes
diferencias intelectuales, económicas y sociales, apelan a lo mismo para llenar
un vacío tremendo que se ha instalado a lo largo de su vida”.
En esta obra, Vargas Llosa incide en el
problema de la ficción y la realidad, uno de los temas esenciales de su
producción. Santiago Zavala es el polígrafo que convierte en literatura lo que
Kathie le cuenta sobre sus viajes y se vale de esas experiencias para fabular,
para vivir de una manera vicaria todo aquello que le ha sido negado en el
ámbito real. Sus frustraciones encuentran en el trabajo de escribidor un
mecanismo imaginario compensatorio que le permite cumplir sus sueños. Tanto
Kathie como su amanuense literario se sirven de la ficción para cristalizar sus
ilusiones y cimentar una existencia más rica y plena.
No hay duda de que Pieles negras y blancas tiene un ritmo ágil y fluido, y que la
inventiva de Vargas Llosa aprovecha el exotismo y la truculencia de las
situaciones, tentación que luego explotará en La tía Julia y el
escribidor(1977). Más que una rareza literaria, este primer libro
de largo aliento de Vargas Llosa invita a efectuar un análisis intertextual. El
autor peruano debió de tener muy presente aquel trabajo mercenario cuando
escribió Kathie y el hipopótamo. Esto queda perfectamente corroborado
por la reelaboración de algunos pasajes de Pieles negras y blancas. Así, por ejemplo, en la pieza teatral,
Santiago Zavala dice: “Deambulo entre sepulcros piramidales y colosos
faraónicos, bajo el firmamento nocturno, sinfín de estrellas que flotan sobre
El Cairo en un mar azulino de tonalidades opalescentes”. Compárese este
fragmento con el párrafo inicial del volumen firmado por Cata Podestá, donde se
puede leer el siguiente pasaje: “Deambulo por los flancos de las tumbas
piramidales. Los filos se yerguen cual cuchilladas: hablan de crueldad. Una luz
diáfana azulina destaca en tonalidades opalescentes el firmamento nocturno, la
tierra amarilla, los colosos faraónicos y la soledad. No hay ser viviente que
la acompañe. Ni humano, ni animal, ni vegetal”.
Pieles negras y blancas es un libro ameno y bien intencionado,
pero no se libra de los estereotipos. Adolece de una visión ingenua de África,
del colonialismo y la miseria, aunque, claro, no podemos atribuir esta
debilidad al escribidor, quien aún no había pisado ese continente.
Evidentemente, al relatar las vicisitudes de la viajera en el Congo, no
sospechaba que medio siglo después él también sentiría la necesidad de
visitarlo e indagar en su problemática, tal como haría con motivo de su novela El sueño del celta.
Cuando, finalmente, hace unos años nos
procuramos un ejemplar del libroPieles negras y blancas, decidimos, en un abuso de confianza,
mostrárselo a Vargas Llosa. Sin disimular su asombro, el escritor abrió el
libro de páginas amarillentas y se entretuvo leyendo unos párrafos. Luego
frunció el ceño y nos dijo: “¿Cómo he podido escribir esto?”, y continuó
hojeándolo hasta que soltó una gran carcajada, desarmado por la prosa
rimbombante y artificiosa que inunda esa primera aventura narrativa de largo
aliento.
Poco después de esta conversación,
Vargas Llosa se permitió aludir, por primera vez, a su única faena de negro
literario. Al evocar su vieja relación con el teatro en El viaje de Odiseo, ensayo incluido
como colofón de Odiseo y Penélope (Galaxia Gutenberg, 2007), reveló que
su pieza Kathie y el hipopótamo “recreaba algo que me ocurrió en mis
primeros tiempos de París, donde, por razones alimenticias, hice de ghost writer de una dama que quería escribir un
libro de viajes”. Sin embargo, se abstuvo de dar más información. Como buen
escritor fantasma, respetó el pacto secreto y no consintió en descubrir la
identidad de su contratante.
De cualquier modo, pese a sus reservas,
su esmero por poner las cosas en orden y su afán de precisión se conjugaron
para que, involuntariamente, confesara su autoría. ¿Cómo sucedió? Años atrás,
cuando la Universidad
de Princeton adquirió sus manuscritos, el futuro Premio Nobel incluyó en el
lote un ejemplar de Pieles negras y blancas.
Desde luego, no podía prever (en aquellos tiempos Internet no pasaba de ser una
simple novedad) que llegaría el día en que aquel centro de estudios colocara el
inventario de la colección en la red. Pues bien, al registrar el libro de
marras, los bibliotecarios observaron que Mario Vargas Llosa había adjuntado
una nota a la cubierta, en la que afirmaba que este relato constituía el punto
de partida de Kathie y el hipopótamo y explicaba su intervención: “Lo
escribí casi enteramente yo mismo, en París, hacia fines de 1959 o principios
de 1960…, trabajando un poco como Santiago para Kathie en la obra. Mientras la
señora Podestá me contaba la historia de su viaje a África, yo la transcribía a
máquina; más tarde, durante el día, corregía el texto mecanografiado…”.
¿Volvió a ver Vargas Llosa a la señora
Podestá? Al parecer, sí, al menos una vez, cuando el novelista ya descollaba
como una de las figuras del boom. Ambos
coincidieron en Lima, en una reunión social, donde la autora, ansiosa por
consolidar su reputación literaria, no quiso desaprovechar la oportunidad y se
atrevió a pedirle que escribiera algo sobre ella en la prensa. Vargas Llosa,
muy educado, sonrió e intentó una vaga disculpa. Pero la señora Podestá, que no
estaba acostumbrada a que le dijeran que no, debió de recordar el viejo lazo
laboral que los había unido, porque le aferró la mano y le aseguró: “Yo te
pago, Marito. Yo te pago…”. No cuesta mucho imaginar la sorpresa y la carcajada
ahogada de su interlocutor. Vargas Llosa ya no era el joven de París, aquel
letraherido tenaz que había hecho de todo, incluso vender su pluma, para poder
mantener vivos sus sueños.
Guillemo Niño de Guzmán
(Lima, 1955) es escritor y periodista cultural peruano. Autor de varios libros
de relatos como Caballos de medianoche (1984),Una mujer no hace un
verano (1995) o Algo que nunca serás (2007), es también traductor y guionista
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