.

.
CON LOS LIBROS, PARA LOS LIBROS, POR LOS LIBROS. si tu intención es escribir, hazlo con sencillez y claridad; la elegancia déjasela al sastre...(anónimo) * * * * * * * * BLOG de Juan Yáñez, dedicado a la literatura

jueves, 26 de diciembre de 2013

Experimento con la India. Giorgio Manganelli





Nota
En 1975 Giorgio Manganelli partió hacia la India como enviado de la revista Il Mondo. Allí permaneció casi un mes solo, y la fascinación de la taciturna India "que macera y corroe, encharca y nutre" lo impresionó profundamente. El lector encontrará aquí --por primera vez recopilado en un volumen, y con el título Experimento con la India, que el mismo Manganelli había indicado-- todos los textos sobre ese viaje.  

Ebe Flamini. (Nota contenida en el suplemento editado por Ebe Flamini, del número 50 de la revista Debats. Diciembre, 1994





                                                                 “Un largo trago de whisky, un trago laico, tengo ganas de la India, no de ambigua, tal vez mediocre literatura... Así se prepara un hombre italiano cuando el avión en el que viaja y que pareciera estar de acuerdo con el universo”–, se acerca, de noche, a las primeras luces de la tierra de Siddharta, Shri Ramakrishna, Vivekananda, el universo infinito, el Absoluto y todo lo demás que trasciende el conocimiento libresco precisamente porque para conocerlo en realidad hay que entrar a ello como se entra a la cabina de un avión: sin saber a ciencia cierta qué, cómo y cuándo pasará.
Un tal que, más que conocer, me ocurre frecuentar con una cierta forzada asiduidad, está por partir hacia la India. Es un viaje que, desde que lo conozco, siempre ha deseado realizar, y no raras veces se tenía la impresión de que su temperamento lúgubre derivase del hecho de nunca haber visto un centímetro cuadrado de suelo indio. Como todos aquellos que han leído Siddharta de Hesse, desconfío de los que desean ir a la India de una manera casi hipnótica, intensa, nostálgica, naufragante. Ignoro si mi amigo ha leído Siddharta, pero supongo que si es así no habrá hecho mucho caso. Lo he encontrado en estos días, y lo he encontrado abatido y lúgubre, como de costumbre. Sólo que su tristeza escondía y develaba al mismo tiempo un fondo de sabiduría ligeramente alarmante. Es increíble, me dice, tomándome por el codo como si fuera un condoliente en una ceremonia conmemorativa, es increíble cuántos errores psicológicos, intelectuales, filosóficos puede cometer una persona que está por irse a la India. Justamente creo que puedo decir que en estos últimos diez días he hecho ya un viaje mental a la India que me ha dejado extenuado. Podría romper el boleto, e igualmente tendría un itinerario que relatar. ¿Sabes, me ha dicho bruscamente, que los griegos decían que Dionisio tenía una morada en aquellas tierras? Debe ser cierto: son diez días que vivo en un éxtasis de sudores fríos, de escalofríos, de insomnio y además de pesadillas. Murmuré una genérica simpatía. No me escuchaba; no estoy seguro de que supiera que estaba junto a mí. Por ejemplo, cuando uno está por ir a la India, comienza a pensar que es un genio. Sólo los genios, ¿no?, tú me entiendes La India. Pero naturalmente no es verdad. La India es una gran seductora, te sugiere: Si vienes a mí, eres un dios, un encantador de serpientes, una serpiente; eres mi eterno amante.’” Mala literatura, susurro. Pésima, dice mi amigo; pero no es fácil renunciar a tanta, y tan generosa mala literatura. ¿Por qué no se renuncia a un gran amor? Porque, literalmente, es algo ínfimo. Y también te dice, en realidad ignoro quién: ven a buscar los lugares de tus reencarnaciones precedentes. Sabes, una vez soñé que vivía en Patna1 . Podría ser. Suspira. Luego se te ocurre que para ti todo ha terminado, apenas llegas a la India comienzas a tener levitaciones, visiones, tropiezas con mandalas, encuentras una sakti, y conoces el gran flujo de la existencia (quizá ha leído Siddharta). Sacude la cabeza. Es toda una faena de flores de loto, como en Este2 , me parece, hacia Rovigo, de ojos abiertos sin pupilas, de curry y de monzones; y de vacas sagradas, ¿no?, añade como si esperase una confirmación inútil. No entiendo si quiere o rechaza a las vacas sagradas. Luego, me dice con súbito y remiso furor, la India es a la vez trágica y apacible, los monjes usan una escobeta cuando caminan para no aplastar insectos. Estoy leyendo la Bhagavadgita, añade con una extraña vulgaridad en la voz que descubro septentrional, quizá milanesa, ¿sabes? Me gusta Krishna. Es un dios. Espero conocerlo. Luego lo observo huir espantado, y yo huyo con él.
El avión, innegablemente, zumba; estaría tentado a decir que ronronea: pero con particulares ronroneos espirituales, meditabundos, abstractos. Es del todo evidente que este avión goza de una excepcional buena consciencia; no sé si el reciente y vertiginoso progreso de la ciencia teológica ha descubierto sacramentos específicos para confortar las almas de cachalote delicado de los aviones, pero no hay duda de que este pingüe aeroplano da la embarazosa impresión de estar de acuerdo con el universo. Es lúcido, ovoidal, mórbidamente geométrico, como esos objetos que a veces se sueñan, y que hacen decir a los emocionados psicoanalistas: ¿En verdad? Este avión mariposa de mil toneladas se comporta como si fuese parte del vestido de noche de un ángel. Tiene incluso ese matiz noblemente vasallo que tenían hace siglos los mayordomos, inflexibles custodios del decoro de una familia. Es embarazoso, he dicho, porque nadie, al menos yo no, goza de una consciencia tan perfectamente reposada. El avión se dirige a la India, y puesto que estoy en este huevo puesto en los cielos por una admirable gallina hiperurania, también yo voy a la India. Para el avión, mojado por una aureola, ir a la India parece una empresa agradablemente obvia. Una de esas tareas simples que reafirman el mundo: como, en las novelas inglesas de principios de siglo, la tarea del lechero que dejaba hacia el alba una botella, o la del voceador que ponía al lado un ejemplar del periódico, saturado de tranquilas batallas, de taciturnos estragos, de catástrofes tranquilizantes. Cosas que dan una continuidad a la existencia. Debo decir que el avión ha hecho cuanto podía para hacerme sentir a gusto: me ha servido una decorosa comida, y la ha consagrado con una copa de Chablis y otra de Nuits-Saint-Georges. Encuentro el pensamiento muy delicado, pero no sólo sosegado. Ahora permanezco solo en el saloncito que el avión precavidamente ha parido dentro de sí para las almas sensibles y pienso en este hecho imposible: estoy en camino hacia la India. Suspiro y paladeo un delicado whisky: propiamente, un traguito, pues de kilómetro en kilómetro mi cantidad de alma crece. Viajo en Siddharta, que es un modo noble y exótico de viajar.Siddharta, como todos saben, es un libro lleno de poesía y de elegante profundidad. Va de acuerdo con mi whisky, es aterciopelado y noble. A medida que saco el alma de mis bolsillos internos, la encuentro transparente y suave. Y sin embargo no estoy tranquilo. El afectuoso asiento no me consuela. Siddharta, me repito, es una pensativa interrupción de la India. ¿Has notado? Me digo. Nunca hay un abrazo cómo se siente que el espíritu en mí desborda como espuma de cerveza sin aludir al gran Ciclo de las Existencias. Es un libro y trato de ponerme cómodo lleno de noble y luminosa clarividencia. En Siddharta se muere al lado de ríos alegóricos, y en general se siente por doquier un perfume de madera de sándalo. Está lleno de Maestros y Discípulos, de Experiencias y de Iluminaciones. Es ascético y carnal. ¿Así será la India? Cuando se lee el libro de Hesse, uno olvida que existen los excrementos. La cosa parece noble, pero, a la larga, ¿será honesta? Muy agitado, me pregunto si será honesto tener un alma. Trato de meter la mía dentro de mis vísceras, pero ella, que sabe que me dirijo a la India, sigue exudando. Bebo, más bien engullo, una película de whisky. Es dulce, es un último saludo occidental, que me es gentilmente ofrecido por un camarero amigo, un ser aparentemente humano que en verdad el gran aparato ha parido para que yo esté a gusto. Recuerdo que también hay mendigos en Siddharta, y monjes: ¿pero no serán roles distribuidos en un libreto lindo y aseado? ¿Voy a un mundo tan tormentosamente sabio? Me pregunto si el continente tiene olor a madera de sándalo. Mentalmente paso las páginas de Siddharta y como si nada lo dejo caer en el vacío, o en mi alma, o en el mundo: escucho un rumor de mandíbulas, algunas se están comiendo el Siddharta, quizá un secreto, iniciático mecanismo del avión que cumple la función de consumir los sueños de los viajeros, de impedir que invadan el volátil habitáculo.
El viaje prosigue por la noche: estoy consumiendo Arabia, desiertos, montañas, mares, estoy gastando el mundo para tener una propina de la India, una moneda, una rupia, un collar del país del que únicamente sé lo que se puede aprender en los libros, que no es mucho, y además poco claro. Naturalmente, no viajo sólo en Siddharta, que es una hermosa carrocería, sino también en el Vedanta. Christopher Isherwood, el exquisito narrador de fábulas berlinesas, que se acurruca, atormentado y confiado, a los pies de Shri Ramakrishna y de Vivekananda. Un escritor malicioso, muy lúcido, terrestre, metropolitano, un impecable narrador de vulgaridades pasionales, de penas mediocres, de aventuras intrínsecamente nocturnas. Y Huxley, un hombre tan agudo, seco, ágil; también él rebuscó en el Vedanta, en busca de una mínima hipótesis de trabajo que permita explicar por qué nunca nos matamos de inmediato, cuando mucho luego de conseguir el diploma de tercero de primaria. Cuántas cosas hay en el Vedanta: está el Absoluto, y Brahman y Atman, hay un universo infinito, y la pérdida del yo: tú eres Esto, donde Esto es lo que no eres tú. El Vedanta es una cosa noble, tan terriblemente noble, y sin risa; me muevo a disgusto en mi asiento, y me digo, me confieso que provengo de un continente donde hace tiempo que de Absoluto no se produce nada, y donde existe una risa seca y tormentosa que quizá ha delineado definitivamente nuestros rostros. ¿Pero estoy viajando hacia una república, o hacia la morada del Vedanta? ¿Qué sé, pienso, fantaseo, sobre la India? Como, creo, muchos europeos ideológicamente perplejos, tengo la impresión de que la India es un lugar de alto tenor a Dios, una selva que produce monos, pavos reales y ascetas; aquí existen aún los Maestros, los Profetas, y cuando se habla de la Verdad no se alude a un caso jurídico, sino a la Verdad total, cósmica; y bien, ¿no será la India un país cósmico? Para nosotros que de cósmico ya nada tenemos excepto un poco de astrología semanal, podría ser un trauma intolerable. ¿No habrá, me digo cobardemente, un poco demasiado de Absoluto en este país que goza del misterio y de los enigmas?
Pongamos que sea un país donde la Verdad se ofrece gratis en las esquinas de las calles, ¿qué haría si un mendigo arrugado y secular me tendiera la mano no para pedir sino para ofrecer, ofrecerme la Verdad definitiva? Diría: Gracias, es justo lo que quería, la tendré en cuenta, no se la daré a los niños para que jueguen, ¿o seguiría mi camino, como si nada, avaramente comprendiendo mal el gesto, encariñado con mi milenaria falsedad? ¿Qué idea me estoy haciendo de la India? Indago mentalmente en mi modesta biblioteca, y encuentro identificaciones, éxtasis, visiones bebo un trago de whisky, trato de normalizarme gracias a una moderada embriaguez. En este momento temo y detesto a la India. Pero el alma sigue manifestándose: y en un libro mental mío, encuentro una alusión a la reencarnación. ¿No es algo excesivo? Ahora la India se me abre de frente como un abismo acogedor, algo en lo que uno se puede precipitar sin herirse, un abismo de carne, un abismo madre, un precipicio de sombra, un embudo infinito que da sobre una Nada activa, algo que es, y que es la nada. El perfume de sándalo de Siddharta regresa a mis narices como una agraciada especie, canela de la muerte, clavo, para dar sabor a un fatal trago. A medida que me aproximo, la India prolifera en mi cerebro de medroso occidental, la veo crecer, enorme masa de carne, con sus acantilados y su perfume de sándalo, sus almas inconsumibles, su vida y su muerte omnipresente, el lugar de las transformaciones, la casa madre del Absoluto, la fábrica de los ascetas, la cadena de montaje de las reencarnaciones, el gran almacén de los símbolos, un país exterminado en el que de rama a rama metafórica bailan simios alegóricos, y mendigos voluntarios, conscientes de treinta encarnaciones, te asedian para salvarte el alma; el depósito de los sueños, el único lugar donde aún existen los dioses, pero como delegados de un Dios sumido en sí mismo, y contemporáneamente encarnado en todas partes, un lugar de templos y de leprosos desde el cual la sonrisa de Buddha o de Shiva no han sido nunca eliminadas, mórbidas e incomprensibles, estáticas y mortales.
Un largo trago de whisky, un trago laico, tengo ganas de la India, no de ambigua, tal vez mediocre literatura; no voy a reencarnarme, ni a conocer los lugares donde he vivido hace tres siglos esto le sucedió a algún teósofo sino que voy en guardia, oh, cómo estaré en guardia; si veo la esquina contra la que me apoyaba corroída por la lepra secular, miraré el reloj, echaré a andar, y será claro para todos, también para el Absoluto, que ciertas tareas las reputo demasiado privadas para discutirlas en presencia de la servidumbre y de los niños. Y en cuanto al Absoluto, grito en un último ímpetu, le recuerdo que el último libro que he leído antes de emprender el viaje ha sido Del amor de Stendhal: milanés, como, con rara cobardía, en este momento recuerdo que soy. Todos los europeos morimos, mi querido Absoluto. Por ello nuestra carcajada es inconfundible. Me agazapo en el asiento, el avión está descendiendo, lentamente, con gracia: me zumban los oídos, aprieto los puños, y en la aún cerrada noche atisbo las primeras luces de la India

(Fragmento de la obra. Traducción de José Abdón Flores)


 (Jornada Semanal,  2 de septiembre del 2001) 
 

domingo, 17 de noviembre de 2013

La señora Cata y el escribidor Vargas Llosa


Cata Podestá, la teórica autora del libro 'Pieles negras y blancas', en realidad escrito por Vargas Llosa.

Mario Vargas Llosa se convirtió en 1959 en ‘autor de alquiler’

Aceptó el encargo de una dama de la alta sociedad peruana de redactar para ella un libro de viajes

          


                                    ¿Mario Vargas Llosa, escritor fantasma? ¿Era verdad que había escrito una novela antes de La ciudad y los perros(1963), la cual había sido publicada con seudónimo? Ya no recordamos cómo nos llegó el rumor, pero ¿se trataba de un dato fidedigno? El título no figuraba en ninguna bibliografía. Dada nuestra curiosidad, no pudimos contenernos y decidimos preguntárselo al presunto autor. Vargas Llosa se limitó a sonreír y adujo que el esfuerzo que le suponía escribir una novela bien merecía que la firmara con su nombre, lo que restaba credibilidad a nuestra suposición.
Sin embargo, con el tiempo, el misterio resurgió. Era poco probable que una información de ese calibre pasara desapercibida para los numerosos críticos y biógrafos. Finalmente, la pista nos la dio una estudiosa francesa, Marie-Madeleine Gladieu, experta en la obra de Vargas Llosa, cuyo ojo zahorí detectó la punta del hilo de la madeja en las memorias de Julia Urquidi Illanes, es decir, la tía Julia, la primera esposa del novelista. Allí, en Lo que Varguitas no dijo (1983), se hace una breve alusión al episodio (aunque la autora confunde Oriente con África).
Como se sabe, en 1959 la pareja se había trasladado de Madrid a París, donde vivía con estrecheces económicas en una buhardilla del modesto Hotel Wetter, en el número 9 de la rue de Sommerard. Vargas Llosa tenía 23 años. “Más o menos por esos días”, recuerda la tía Julia, “llegó al hotel una dama peruana. Acababa de hacer un viaje por el Oriente, y quería escribir un libro sobre sus experiencias. Habló con Varguitas. Quedaron en que ella le iría contando sus viajes y él escribiría el libro por una suma de dinero que consideramos suficiente, para los gastos extras de la semana. Le pagaría los días viernes, de acuerdo a las páginas escritas. Todas las mañanas iba mi marido a la habitación de la viajera, para hacer el trabajo. Frecuentemente entraba yo a la pieza a escuchar sus relatos, estos eran bastante infantiles. Mario se divirtió con este trabajito. Ella era una señora muy puritana, él escribía capítulos donde había príncipes árabes, que se introducían en su habitación por los balcones, con malvadas intenciones violatorias, lo que espantaba a esta ingenua dama”.
Cuando aceptó, Vargas Llosa estaba escribiendo ‘La ciudad y los perros’
Desde luego, la primera condición laboral para un escritor fantasma es mantener el anonimato. De ahí que Vargas Llosa no pudiera admitir su colaboración. En ese sentido, debemos reconocer que fue discreto, y, por otra parte, es comprensible su renuencia a hablar sobre el asunto, ya que sin duda aceptó el encargo por fuerza de las circunstancias. Tratándose de un joven novelista lleno de bríos, cuyos esfuerzos estaban concentrados en la creación de La ciudad y los perros, no debía de ser muy atractiva la idea de alquilar su pluma y de tener que explotar su creatividad en temas ajenos. En su testimonio, la tía Julia destaca las precauciones de la dama: “Como no quería que nadie viera a Mario escribiendo, la puerta estaba siempre cerrada. Incluso mi presencia no era de su agrado, pero no tenía más remedio que soportarme; era la esposa de su escribidor. (…) Debe haber sido el libro más difícil para Varguitas. (…) Tener que darle forma, sentido a eso, fabricar un libro, no debe haber sido fácil”.
La dama en cuestión era Cata Podestá y el volumen se titulaba Pieles negras y blancas. Fue impreso a cuenta de la autora en los talleres de P. L. Villanueva en Lima, en octubre de 1960, y consta de 313 páginas. Aunque la doctora Gladieu lo aborda como si fuera una novela, se trata, en rigor, de un libro de viajes (incluso trae un mapa de África en el que se señalan las ciudades visitadas). En todo caso, posee una forma novelesca, con escenas dialogadas, lo que denota la familiaridad con el género que tenía Mario Vargas Llosa y sus deseos de fabular.
El procedimiento de este trabajo a destajo fue el siguiente: la señora Podestá paseaba por la habitación del hotel Wetter evocando su periplo por tierras africanas y el narrador recreaba las aventuras en su máquina de escribir, tomándose ciertas libertades para aderezar la trama. Cabe recordar que Vargas Llosa era muy precoz: por entonces estaba escribiendo su primera obra maestra, La ciudad y los perros, que obtendría el Premio Biblioteca Breve en 1962, apenas dos años después.
Las impresiones de Julia Urquidi Illanes sugieren que Cata Podestá era una señora de la alta burguesía peruana con veleidades literarias. Ciertamente, antes de su encuentro con Vargas Llosa ya había publicado un libro, Sedas y harapos, que apareció con el sello de la Librería Internacional del Perú, en 1958, con un prólogo de Luis Alayza y Paz Soldán. Es el relato de un viaje que la autora realizó por Asia. Curiosamente, el volumen fue reseñado en el diario español ABC, el 13 de agosto de 1959. El comentarista destaca que esta crónica nos lleva a la India, Líbano, Hong-Kong, China, Birmania, Japón y otros países asiáticos: “Nos encontramos con un delicioso retablo de descripciones llenas de finísimos matices, de observaciones agudas y hallamos ciertamente los detalles tradicionales de aquellas tierras, sus rasgos peculiares, con los de sus gentes. (…) Es una obra que se lee con verdadero deleite”.
 La breve y fulgurante carrera literaria de Cata Podestá alcanzaría su cima con un relato titulado La voz del caracol, que obtuvo el primer premio en el Festival Cristal del Cuento Peruano, en 1961. La voz del caracol tuvo buena acogida (fue publicado por la revista Visión Nº 32 en octubre de 1961) y ha sido recogido en algunas antologías (bajo el nombre de Catalina Podestá), las cuales resaltan su cuidadosa composición, su atmósfera tierna y nostálgica, así como la hondura de sus personajes.
Mario Vargas Llosa y su esposa, Julia Urquidi, en París en 1961.
Podestá visitaba al hoy Nobel en su buhardilla de París y le dictaba vivencias. Cata Podestá murió centenaria hace cuatro años. Había nacido el 11 de junio de 1909 y su nombre completo era Caterina María Podestá Assereto. De firmes ancestros italianos, se casó muy joven, a los 18 años, con Juan Enrique Capurro Rovegno, miembro de una familia de terratenientes. Su matrimonio duró muy poco. Audaz y voluntariosa, prefirió separarse antes que guardar las apariencias, como hacían otras mujeres de su generación. Luego de nacer su único hijo, Juan Miguel, en 1929, se fue con él a vivir a Chile. Al cabo de unos años regresó al Perú y, cuando su vástago creció y se fue a estudiar a Estados Unidos, ella se dedicó a viajar por el mundo y a disfrutar de sus rentas. Cata Podestá falleció en Lima el 12 de octubre de 2009.
Fue una mujer independiente y segura de sí misma que, en plena juventud, resolvió no someterse más a la férula de ningún hombre. De acuerdo con sus descendientes, era una persona muy querida, vital y emprendedora. Se resistía a las convenciones y no temía viajar sola, aun cuando ello supusiera afrontar ciertos peligros. Su gran atractivo físico llamaba inmediatamente la atención y, a sus 70 años, no se inhibía de llevar jeans y zapatos rojos de taco alto. Esta visión coincide con la de Alfredo Bryce Echenique, quien refiere en el segundo tomo de sus Antimemorias que ella frecuentaba mucho la casa de su familia, pues era muy amiga de Elena, su madre:.
“Entonces apareció por casa la inolvidable señora Catalina Podestá, con su tardía vocación de escritora. La señora Cata, como la llamaban, era una mujer muy guapa, de larga cabellera roja, piel canela, temblorosa voz e impresionante silueta. Como usaba a menudo pantalones y era divorciada —y aunque tratándola siempre con especial deferencia—, mi padre la había condenado a una suerte de purgatorio social que consistía en invitarla mucho, porque mi madre la adoraba, pero a unas horas en que jamás se invitaba a nadie. Y aunque doña Cata compartía con mi madre la devoción por Marcel Proust, más pudieron la gran cabellera roja, la piel canela, los pantalones ceñidos y su divorcio, en el apodo que le puso mi padre: La Domadora”.
Mario Vargas Llosa, fotografiado en París en 1960.
Mientras tanto, las inclinaciones narrativas de la señora Cata se hacían más fuertes y un día le preguntó a Alfredo Bryce—quien todavía era inédito— si podía recomendarle a uno de sus profesores para que le enseñara a escribir cuentos. Naturalmente, sus servicios serían bien remunerados. Como él estudiaba Derecho y Literatura en la universidad de San Marcos, le trasladó la propuesta al catedrático Carlos Eduardo Zavaleta, escritor en alza de la generación del 50, quien le dijo que no estaba dispuesto a perder su tiempo con aficionadas, aunque fueran muy adineradas. Después vino la convocatoria del Festival Cristal del Cuento Peruano, cuyo jurado era presidido por Ciro Alegría, el escritor peruano más reconocido de la época.
El fallo dio el premio máximo a la desconocida Catalina Podestá y el talentoso C. E. Zavaleta fue relegado al puesto de finalista. ¿Qué había ocurrido? Según Bryce Echenique, lo que nadie sabía era que hacía ya unos meses que don Ciro había asumido las funciones de profesor particular de doña Cata. ¿Otro escritor fantasma? En honor a la verdad, habrá que decir que La voz del caracol es un buen cuento y que no guarda similitudes con la obra de Alegría. No obstante, también es cierto que la pericia del enfoque narrativo corresponde más a un autor consumado que a uno inexperto, sin mayor oficio. Y, para complicar las cosas, después de haber obtenido el disputado galardón, inexplicablemente, la triunfadora optó por el silencio creativo.
En cuanto a Vargas Llosa, su experiencia como escritor fantasma no pasaría de la anécdota si él mismo no le hubiera atribuido una mayor importancia. Tanto así que en 1983 estrenó una obra de teatro, Kathie y el hipopótamo,basada en su relación con la señora Podestá. Es una pieza compleja y ambiciosa, donde resucita al periodista Zavalita, su célebre personaje deConversación en La Catedral, y lo confronta con Kathie Kennety, la esposa de un banquero, que lo contrata para escribir un libro de viajes. Vargas Llosa nos ha comentado al respecto: “Quería transmitir cómo esos dos seres entre los que al principio hay una relación de patrón y asalariado poco a poco van estableciendo una relación humana al descubrir que, pese a sus grandes diferencias intelectuales, económicas y sociales, apelan a lo mismo para llenar un vacío tremendo que se ha instalado a lo largo de su vida”.

Portada de un ejemplar del libro 'Pieles negras y blancas'.
En esta obra, Vargas Llosa incide en el problema de la ficción y la realidad, uno de los temas esenciales de su producción. Santiago Zavala es el polígrafo que convierte en literatura lo que Kathie le cuenta sobre sus viajes y se vale de esas experiencias para fabular, para vivir de una manera vicaria todo aquello que le ha sido negado en el ámbito real. Sus frustraciones encuentran en el trabajo de escribidor un mecanismo imaginario compensatorio que le permite cumplir sus sueños. Tanto Kathie como su amanuense literario se sirven de la ficción para cristalizar sus ilusiones y cimentar una existencia más rica y plena.
No hay duda de que Pieles negras y blancas tiene un ritmo ágil y fluido, y que la inventiva de Vargas Llosa aprovecha el exotismo y la truculencia de las situaciones, tentación que luego explotará en La tía Julia y el escribidor(1977). Más que una rareza literaria, este primer libro de largo aliento de Vargas Llosa invita a efectuar un análisis intertextual. El autor peruano debió de tener muy presente aquel trabajo mercenario cuando escribió Kathie y el hipopótamo. Esto queda perfectamente corroborado por la reelaboración de algunos pasajes de Pieles negras y blancas. Así, por ejemplo, en la pieza teatral, Santiago Zavala dice: “Deambulo entre sepulcros piramidales y colosos faraónicos, bajo el firmamento nocturno, sinfín de estrellas que flotan sobre El Cairo en un mar azulino de tonalidades opalescentes”. Compárese este fragmento con el párrafo inicial del volumen firmado por Cata Podestá, donde se puede leer el siguiente pasaje: “Deambulo por los flancos de las tumbas piramidales. Los filos se yerguen cual cuchilladas: hablan de crueldad. Una luz diáfana azulina destaca en tonalidades opalescentes el firmamento nocturno, la tierra amarilla, los colosos faraónicos y la soledad. No hay ser viviente que la acompañe. Ni humano, ni animal, ni vegetal”.
Pieles negras y blancas es un libro ameno y bien intencionado, pero no se libra de los estereotipos. Adolece de una visión ingenua de África, del colonialismo y la miseria, aunque, claro, no podemos atribuir esta debilidad al escribidor, quien aún no había pisado ese continente. Evidentemente, al relatar las vicisitudes de la viajera en el Congo, no sospechaba que medio siglo después él también sentiría la necesidad de visitarlo e indagar en su problemática, tal como haría con motivo de su novela El sueño del celta.
Cuando, finalmente, hace unos años nos procuramos un ejemplar del libroPieles negras y blancas, decidimos, en un abuso de confianza, mostrárselo a Vargas Llosa. Sin disimular su asombro, el escritor abrió el libro de páginas amarillentas y se entretuvo leyendo unos párrafos. Luego frunció el ceño y nos dijo: “¿Cómo he podido escribir esto?”, y continuó hojeándolo hasta que soltó una gran carcajada, desarmado por la prosa rimbombante y artificiosa que inunda esa primera aventura narrativa de largo aliento.
Poco después de esta conversación, Vargas Llosa se permitió aludir, por primera vez, a su única faena de negro literario. Al evocar su vieja relación con el teatro en El viaje de Odiseo, ensayo incluido como colofón de Odiseo y Penélope (Galaxia Gutenberg, 2007), reveló que su pieza Kathie y el hipopótamo “recreaba algo que me ocurrió en mis primeros tiempos de París, donde, por razones alimenticias, hice de ghost writer de una dama que quería escribir un libro de viajes”. Sin embargo, se abstuvo de dar más información. Como buen escritor fantasma, respetó el pacto secreto y no consintió en descubrir la identidad de su contratante.
De cualquier modo, pese a sus reservas, su esmero por poner las cosas en orden y su afán de precisión se conjugaron para que, involuntariamente, confesara su autoría. ¿Cómo sucedió? Años atrás, cuando la Universidad de Princeton adquirió sus manuscritos, el futuro Premio Nobel incluyó en el lote un ejemplar de Pieles negras y blancas. Desde luego, no podía prever (en aquellos tiempos Internet no pasaba de ser una simple novedad) que llegaría el día en que aquel centro de estudios colocara el inventario de la colección en la red. Pues bien, al registrar el libro de marras, los bibliotecarios observaron que Mario Vargas Llosa había adjuntado una nota a la cubierta, en la que afirmaba que este relato constituía el punto de partida de Kathie y el hipopótamo y explicaba su intervención: “Lo escribí casi enteramente yo mismo, en París, hacia fines de 1959 o principios de 1960…, trabajando un poco como Santiago para Kathie en la obra. Mientras la señora Podestá me contaba la historia de su viaje a África, yo la transcribía a máquina; más tarde, durante el día, corregía el texto mecanografiado…”.
¿Volvió a ver Vargas Llosa a la señora Podestá? Al parecer, sí, al menos una vez, cuando el novelista ya descollaba como una de las figuras del boom. Ambos coincidieron en Lima, en una reunión social, donde la autora, ansiosa por consolidar su reputación literaria, no quiso desaprovechar la oportunidad y se atrevió a pedirle que escribiera algo sobre ella en la prensa. Vargas Llosa, muy educado, sonrió e intentó una vaga disculpa. Pero la señora Podestá, que no estaba acostumbrada a que le dijeran que no, debió de recordar el viejo lazo laboral que los había unido, porque le aferró la mano y le aseguró: “Yo te pago, Marito. Yo te pago…”. No cuesta mucho imaginar la sorpresa y la carcajada ahogada de su interlocutor. Vargas Llosa ya no era el joven de París, aquel letraherido tenaz que había hecho de todo, incluso vender su pluma, para poder mantener vivos sus sueños.

Guillemo Niño de Guzmán (Lima, 1955) es escritor y periodista cultural peruano. Autor de varios libros de relatos como Caballos de medianoche (1984),Una mujer no hace un verano (1995) o Algo que nunca serás (2007), es también traductor y guionista

martes, 5 de noviembre de 2013

Cabrera Infante, un desgarro literario


Llega a las librerías ´Mapa dibujado por un espía`, sobre su despedida de Cuba


 Madrid 4 NOV 2013 - 09:54 CET EL PAÍS España
  • Dar a la imprenta este libro secreto fue una decisión dolorosa. “Pero tenía que salir”, confirma Miriam Gómez. “La materia de la escritura de Guillermo era él mismo. Y este libro es él mismo, en su dimensión humana más descarnada”. Lo que cuenta en Mapa dibujado por un espía le cambió la vida. Ocurrió en 1965, cuando ya había ganado el premio Biblioteca Breve por Tres tristes tigres y era agregado cultural del embajador cubano en Bruselas; fue entonces cuando recibió la noticia de la muerte de su madre, Zoila Infante, y viajó a La Habana para velarla. Lo que ocurrió a partir de entonces fue un conjunto de vejaciones que él relata con la naturalidad asustada de un perseguido. No deja un detalle fuera; es tan minucioso, y tan triste, como el relato de un condenado en un campo de concentración. No oculta la vida doméstica y sus miserias, ni los amores y sus intrigas, y es en todo momento descarnado hasta hacerse sangre, y hasta hacer sangre.
    En seguida supo Cabrera Infante que en aquella atmósfera no podía quedarse y decidió que debería regresar a Europa por cualquier medio. Hasta que lo logró. La sensación que tienen Miriam Gómez y Munné es que él escribió ese relato minucioso y terrible al poco de salir de la isla; probablemente era lo que escribía cuando se desnudaba ante la Smith Corona en aquellos amargos, y gélidos, días de Londres después de que lo sometieran los médicos a los electroshocks con los que quisieron aliviarle su crisis nerviosa.
    Miriam Gómez conserva en la mesa de su comedor, en el loft en el que convirtieron los dos su casa de siempre en Londres, un mapa de La Habana. Siguiéndolo paso a paso él recuperó su memoria de la ciudad. Y este Mapa dibujado por un espía es también, como dice Antoni Munné, “la cartografía de una despedida”. Nunca volvió a La Habana, pero se la sabía de memoria. Aquí, en este mapa, esa memoria está intensamente herida.
    “La Habana era para él un recuerdo”, dice Miriam Gómez, “pero allí se le convirtió en un infierno”. Reconstruyó, enLa Habana para un infante difunto, por ejemplo, todo lo que ya se había derruido. Y no tenía nostalgia. Uno no tiene nostalgia del infierno”.
    Ese manuscrito permanecía entre los papeles secretos que dejó Cabrera Infante cuando murió, en febrero de 2005. “No los toques”, le había dicho a Miriam. Nunca lo abrió. Ella sabía muchas de las historias que contenía el sobre, incluso las más duras para ella, pues ahí su marido contó avatares sentimentales muy íntimos, que a ella la podían dañar. Y dejó a Munné que decidiera sobre lo que había en ese sobre cerrado. Dice el editor: “Lo leí en un par de noche en Londres. Fue una sensación tremenda. Es un testimonio enormemente humano y melancólico de alguien que sufre una enorme decepción. Una decepción que no le viene de nuevo, porque él ya albergaba muchísimas dudas acerca del curso de la Revolución, pero que se le confirma y se le aumenta. Y cuando digo que es enormemente humano me refiero a la peripecia vital: un hombre joven de 36 años que asiste a una pesadilla kafkiana que le hace comprender que va a perder amigos, familiares, país, y que ve cómo se derrumba todo aquello que había vivido; todo eso son síntomas de que eso no tiene vuelta atrás”.
    El resultado, para este primer lector, fue “de una profunda tristeza, y esa misma tristeza se ha reproducido en todas las lecturas posteriores”. “Te va a doler”, le dijo a Miriam Gómez. Pero ella aceptó. “Yo le tenía pánico al libro, conocía el romance que cuenta. Pero me daba miedo leerlo. Lo leí, cuando Munné lo había acabado. Fue un golpe terrible para mí. No podía creer lo que estaba leyendo”. ¿Y qué pasó? “Se agrandó mi admiración por él. Él es la materia de su escritura, y aquí está grande, inmenso. Un padre bueno. Un hombre entero, sufriendo, sabiendo que si no se alejaba de aquella monstruosidad, la Cuba de Castro, iba hacia la destrucción. Cuando él vio la realidad se dio cuenta de que no podía ser cómplice de lo que estaba pasando ahí”. La historia de mujeres que hay en el libro es dura, pero no inesperada. “Guillermo era un loco por las mujeres, creía que eran superiores, para él su madre misma era un ser superior. Cada vez que tenía un problema, él se agarraba a las mujeres…”.
    “Mapa dibujado por un espía parece escrito de un tirón”, dice Munné, como “un exorcismo necesario, para no olvidar nada”. Pero logra mantener el interés en todas las páginas, como un cronista notarial que no quiere que se le escape ni el menor atisbo de las metáforas, duras o simples, que hay en la vida cotidiana. Es el libro más desgarrador de Cabrera Infante. Su descubrimiento, dice el editor, contribuye a conocerlo mejor. “Constituye un testimonio de uno de los más grandes escritores en lengua española. A la altura de lo que fue el viaje a la URSS de Gide o de la obra de grandes disidentes como Orwell y Koestler”.
    Munné revindica su publicación “como algo que el lector tenía derecho a conocer”. Su viuda, Miriam Gómez, piensa lo mismo. “Su escritura era él, él era la materia de sus libros. Cuando lo veía desnudarse ante la máquina de escribir me decía a mi misma: ‘Qué estará escribiendo este hombre’. Se estaba desnudando por fuera y por dentro. Por eso es tan desgarrador leer ahora este tremendo testimonio doloroso”.

    sábado, 19 de octubre de 2013

    Thanatopía, de Ruben Darío

    Rubén Darío

    -Mi padre fue el célebre doctor John Leen, miembro de la Real Sociedad de Investigaciones Psíquicas, de Londres, y muy conocido en el mundo científico por sus estudios sobre elhipnotismo y su célebre Memoria sobre el Old. Ha muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga en gloria. (James Leen vació en su estómago gran parte de su cerveza y continuó):

    -Os habéis reído de mí y de lo que llamáis mis preocupaciones y ridiculeces. Os perdono porque, francamente, no sospecháis ninguna de las cosas que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en la tierra, como dice nuestro maravilloso William. No sabéis que he sufrido mucho, que sufro mucho, aun las más amargas torturas, a causa de vuestras risas... Sí, os repito: no puedo dormir sin luz, no puedo soportar la soledad de una casa abandonada; tiemblo al ruido misterioso que en horas crepusculares brota de los boscajes en un camino; no me agrada ver revolar un mochuelo o un murciélago; no visito, en ninguna ciudad, los cementerios; me martirizan las conversaciones sobre asuntos macabros, y cuando las tengo, mis ojos aguardan para cerrarse, al amor del sueño, que la luz aparezca.

    Tengo horror de.. ¡oh Dios! de la muerte. Jamás me harían permanecer en una casa donde hubiese un cadáver, así fuese el de mi más amado amigo. Mirad: esa palabra es la más fatídica de las que existen en cualquier idioma: cadáver. Os habéis reído, os reís de mí: sea. Pero permitidme que os diga la verdad de mi secreto. Yo he llegado a la República Argentina, prófugo, después de haber estado cinco años preso, secuestrado miserablemente por el doctor Leen, mi padre, el cual, si era un gran sabio, sospecho que era un gran bandido. Por orden suya fui llevado a la casa de salud; por orden suya, pues, temía quizás que algún día me revelase lo que él pretendía tener oculto. Lo que vais a saber, porque ya me es imposible resistir el silencio por más tiempo.

    Os advierto que no estoy borracho. No he sido loco. Él ordenó mi secuestro, porque... Poned atención.

    (Delgado, rubio, nervioso, agitado por un frecuente estremecimiento, levantaba su busto James Leen, en la mesa de la cervecería en que, rodeado de amigos, nos decía esos conceptos. ¿Quién no le conoce en Buenos Aires? No es un excéntrico en su vida cotidiana. De cuando en cuando suele tener esos raros arranques. Como profesor, es uno de los más estimables en uno de nuestros principales colegios, y, como hombre de mundo, aunque un tanto silencioso, es uno de los mejores elementos jóvenes de los famosos cinderellas dance. Así prosiguió esa noche su extraña narración, que no nos atrevimos a calificar de fumisterie, dado el carácter de nuestro amigo. Dejamos al lector la apreciación de los hechos.)

    -Desde muy joven perdí a mi madre, y fui enviado por orden paternal a un colegio de Oxford. Mi padre, que nunca se manifestó cariñoso conmigo, me iba a visitar de Londres una vez al año al establecimiento de educación en donde yo crecía, solitario en mi espíritu, sin afectos, sin halagos. Allí aprendí a ser triste. Físicamente era el retrato de mi madre, según me han dicho, y supongo que por esto el doctor procuraba mirarme lo menos que podía. No os diré más sobre esto. Son ideas que me vienen. Excusad la manera de mi narración.

    Cuando he tocado ese tópico me he sentido conmovido por una reconocida fuerza. Procurad comprenderme. Digo, pues, que vivía yo solitario en mi espíritu, aprendiendo tristeza en aquel colegio de muros negros, que veo aún en mi imaginación en noches de luna. ¡Oh cómo aprendí entonces a ser triste! Veo aún, por una ventana de mi cuarto, bañados de una pálida y maleficiosa luz lunar, los álamos, los cipreses -¿por qué había cipreses en el colegio?- y a lo largo del parque, viejos Términos carcomidos, leprosos de tiempo, en donde solían posar las lechuzas que criaba el abominable septuagenario y encorvado rector -¿para qué criaba lechuzas el rector?- Y oigo, en lo más silencioso de la noche, el vuelo de los animales nocturnos y los crujidos de las mesas y una media noche, os lo juro, una voz: James. ¡Oh voz!

    Al cumplir los veinte años se me anunció un día la visita de mi padre. Alegréme, a pesar de que instintivamente sentía repulsión por él: alegréme, porque necesitaba en aquellos momentos desahogarme con alguien, aunque fuese con él. Llegó más amable que otras veces, y aunque no me miraba frente a frente, su voz sonaba grave, con cierta amabilidad. Yo le manifesté que deseaba, por fin, volver a Londres, que había concluido mis estudios; que si permanecía más tiempo en aquella casa, me moriría de tristeza. Su voz resonó grave, con cierta amabilidad para conmigo:

    -He pensado, cabalmente, James, llevarte hoy mismo. El rector me ha comunicado que no estás bien de salud, que padeces de insomnios, que comes poco. El exceso de estudios es malo, como todos los excesos. Además, quería decirte, tengo otro motivo para llevarte a Londres. Mi edad necesita un apoyo y lo he buscado. Tienes una madrastra, a quien he de presentarte y que desea ardientemente conocerte. Hoy mismo vendrás, pues, conmigo. ¡Una madrastra! Y de pronto se me vino a la memoria mi dulce y blanca y rubia madrecita, que de niño me amó tanto, me mimó tanto, abandonada casi por mi padre, que se pasaba noches y días en su horrible laboratorio, mientras aquella pobre y delicada flor se consumía. ¡Una madrastra! Iría yo, pues, a soportar la tiranía de la nueva esposa del doctor Leen, quizá una espantable bluestocking, o una cruel sabihonda, o una bruja. Perdonad las palabras. A veces no sé ciertamente lo que digo, o quizá lo sé demasiado.

    No contesté una sola palabra a mi padre, y, conforme con su disposición tomamos el tren que nos condujo a nuestra mansión de Londres.

    Desde que llegamos, desde que penetré por la gran puerta antigua, a la que seguía una escalera oscura que daba al piso principal, me sorprendí desagradablemente: no había en casa uno solo de los antiguos sirvientes. Cuatro o cinco viejos enclenques, con grandes libreas flojas y negras, se inclinaban a nuestro paso, con genuflexiones tardías, mudos. Penetramos al gran salón. Todo estaba cambiado: los muebles de antes estaban substituidos por otros de un gusto seco y frío. Tan solamente quedaba en el fondo del salón un gran retrato de mi madre, obra de Dante Gabriel Rossetti, cubierto de un largo velo de crespón.

    Mi padre me condujo a mis habitaciones, que no quedaban lejos de su laboratorio. Me dio las buenas tardes. Por una inexplicable cortesía, preguntéle por mi madrastra. Me contestó despaciosamente, recalcando las sílabas con una voz entre cariñosa y temerosa que entonces yo no comprendía:

    -La verás luego. Que la has de ver es seguro, James. Adiós.- Ángeles del Señor, ¿por qué no me llevasteis con vosotros? Y tú, madre, madrecita mía? my sweet Lily, ¿por qué no me llevaste contigo en aquellos instantes? Hubiera preferido ser tragado por un abismo o pulverizado por una roca, o reducido a ceniza por la llama de un relámpago.

    Fue esa misma noche, sí. Con una extraña fatiga de cuerpo y de espíritu, me había echado en el lecho, vestido con el mismo traje de viaje. Como en un ensueño, recuerdo haber oído acercarse a mi cuarto a uno de los viejos de la servidumbre, mascullando no sé qué palabras y mirándome vagamente con un par de ojillos estrábicos que me hacían el efecto de un mal sueño. Luego vi que prendió un candelabro con tres velas de cera. Cuando desperté a eso de las nueve, las velas ardían en la habitación. Lavéme. Mudéme. Luego sentí pasos, apareció mi padre. Por primera vez, ¡por primera vez!, vi sus ojos clavados en los míos. Unos indescriptibles ojos, os lo aseguro; unos ojos como no habéis visto jamás, ni veréis jamás: unos ojos con una retina casi roja, como ojos de conejo; unos ojos que os harían temblar por la manera especial con que miraban.

    -Vamos hijo mío, te espera tu madrastra. Está allá, en el salón. Vamos.

    Allá, en un sillón de alto respaldo, como una silla de coro, estaba sentada una mujer.

    Ella...

    Y mi padre:

    -¡Acércate, mi pequeño James, acércate!

    Me acerqué maquinalmente. La mujer me tendía la mano. Oí entonces, como si viniese del gran retrato, del gran retrato envuelto en crespón, aquella voz del colegio de Oxford, pero muy triste, mucho más triste: ¡James!

    Tendí la mano. El contacto de aquella mano me heló, me horrorizó. Sentí hielo en mis huesos. Aquella mano rígida, fría, fría. Y la mujer no me miraba. Balbuceé un saludo, un cumplimiento. Y mi padre:

    -Esposa mía, aquí tienes a tu hijastro, a nuestro muy amado James. Mírale, aquí le tienes; ya es tu hijo también.- Y me miró. Mis mandíbulas se afianzaron una contra otra. Me poseyó el espanto: aquellos ojos no tenían brillo alguno. Una idea comenzó, enloquecedora, horrible, horrible, a aparecer clara en mi cerebro. De pronto, un olor, olor... ese olor, ¡madre mía! ¡Dios mío! Ese olor -no os lo quiero decir- porque ya lo sabéis, y os protesto: lo discuto aún ; me eriza los cabellos.

    Y luego brotó de aquellos labios blancos, de aquella mujer pálida, pálida, pálida, una voz, una voz como si saliese de un cántaro gemebundo o de un subterráneo:

    -James, nuestro querido James, hijito mío, acércate; quiero darte un beso en la frente, otro beso en los ojos, otro beso en la boca...

    No pude más. Grité:

    — ¡Madre, socorro! ¡Ángeles de Dios, socorro! ¡Potestades celestes, todas, socorro! ¡Quiero partir de aquí pronto, pronto; que me saquen de aquí!

    Oí la voz de mi padre:

    -¡Cálmate, James! ¡Cálmate, hijo mío! Silencio, hijo mío.
    -No -grité más alto, ya en lucha con los viejos de la servidumbre . Yo saldré de aquí y diré a todo el mundo que el doctor Leen es un cruel asesino; que su mujer es un vampiro; ¡que está casado mi padre con una muerta!

    sábado, 13 de julio de 2013

    FELISBERTO HERNÁNDEZ, un escritor muy particular que fuera también pianista...


    Juan Yáñez

    ""...(dijo) En tono de arrabal:
    --Usted es el pianista que va para X?
    --Sí señor.
    --Je, lo saque por la "pinta".
    Me desconcertó. Y cuando yo le iba a preguntar quién era:
    --Yo soy el "bandolión".
    --¡Ah! Bueno...¿usted conoce al "violín"
    --No.""
    ...--¿Tenés parientes...o vas a dar un concierto?
    --Ya te explicaré. (Nos sentamos en un lugar a propósito) ¿Así que te vas a tocar en una orquesta a X?
    ¿Por cuánto tiempo?
    --Tres meses.
    --¿A un cine?
    --No a un café.
    --Mejor se toca menos. ¿Te pagan bien?
    --Noventa pesos.
    --Bueno.
    (Fragmento de pre-original de "Tierras de la Memoria"  Felisberto Hernández)

    Felisberto Hernández (1902 -1964) fue un escritor uruguayo que contaba entre otras dotes, ser compositor y pianista que se dedicara a la literatura de una manera muy particular,  apartado de cualquier corriente literaria y con una imaginación prodigiosa A propósito de ello, Italo Calvino, quien  prologara una versión italiana de sus obras, lo definiera como "un escritor que no se parece a nadie: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos, es un francotirador que desafía toda clasificación y todo marco, pero se presenta como inconfundible al abrir sus páginas".. Sin embargo los relatos de madurez de Felisberto  de una informalidad más depurada pueden considerarse ubicados dentro del la categoría del clásico cuento fantástico latinoamericano que contara con diversos autores.
    “Las aventuras de un pianista sin dinero, en donde el sentido de lo cómico transfigura la aventura de una vida tejida de derrotas, son los puntos de partida de los relatos del uruguayo Felisberto Hernández. Basta que comience a narrar las miserias que se ha desarrollado entre las orquestas de Montevideo y las giras de concierto por los villorrios de provincia del Río de la Plata, (Provincia de Buenos Aires, Argentina) para que se amontonen sobre sus páginas los gags, las alucinaciones, las metáforas, en donde los objetos toman vida como las personas. Pero éste es solamente el punto de partida. Lo que desencadena la imaginación de Felisberto son las invitaciones inesperadas que abren al tímido pianista las puertas de mansiones misteriosas, de quintas solitarias en donde habitan personajes ricos y excéntricos, mujeres llenas secretos y neurosis…” (Italo Calvino, “Las zarabandas mentales de Felisberto Hernández”)

    Julio Cortazar  “Carta en mano propia”

    (Prólogo a Novelas y cuentos; 
    Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985)

       "Felisberto, tú sabés" (no escribiré “tú sabías”; a los dos nos gustó siempre transgredir los tiempos verbales, justa manera de poner en crisis ese otro tiempo que nos hostiga con calendarios y relojes), tú sabés que los prólogos a las ediciones de obras completas o antológicas visten casi siempre el traje negro y la corbata de las disertaciones magistrales, y eso nos gusta poquísimo a los que preferimos leer cuentos o contar historias o caminar por la ciudad entre dos tragos de vino. Descuento que esta edición de tus obras contará con los aportes críticos necesarios; por mi parte prefiero decirles a quienes entren por estas páginas lo que Antón Webern le decía a un discípulo: “Cuando tenga que dar una conferencia, no diga nada teórico sino más bien que ama la música”. Aquí para empezar no habrá ni sospecha de conferencia, pero a vos te divertirá el buen consejo de Webern por la doble razón de la palabra y la música, y sobre todo te gustará que sea un músico el que nos abra la puerta para ir a jugar un rato a nuestra manera rioplatense.
       Esto de abrir la puerta no es un mero recuerdo infantil. En estos días en que andaba dándole la vuelta a la máquina de escribir como un perrito necesitado de árbol, encontré cosas tuyas y sobre vos que no conocía en los remotos tiempos en que por primera vez leí tus libros y escribí páginas que tanto te buscaban en el terreno de la admiración y del afecto. Y te imaginarás mi sorpresa (mezclada con algo que se parece al miedo y a la nostalgia frente a lo que nos separa) cuando llegué a un epistolario recogido por Norah Gilardi (Giraldi), en el que aparecen las cartas que le escribiste a tu amigo Lorenzo Destoc mientras hacías una gira musical por la provincia de Buenos Aires. Como si nada, sin el menor respeto hacia un amigo como yo, fechás una carta en la ciudad de Chivilcoy, el 26 de diciembre de 1939. Así, tranquilamente, como hubieras podido fecharla en cualquier otro lado, sin demostrar la menor preocupación por el hecho de que en ese año yo vivía en Chivilcoy, sin inquietarte por la sacudida que me darías treinta y ocho años más tarde en un departamento de la calle Saint-Honoré donde estoy escribiéndote al filo de la medianoche.

       No es broma, Felisberto. Yo vivía entonces en Chivilcoy, era un joven profesor en la escuela normal, vegeté allí desde el 39 hasta el 44 y podríamos habernos encontrado y conocido. De haber estado a fines de ese diciembre no hubiera faltado al concierto del Terceto Felisberto Hernández, como no faltaba a ningún concierto en esa aplastada ciudad pampeana por la simple razón de que casi nunca había concierto, casi nunca pasaba nada, casi nunca se podía sentir que la vida era algo más que enseñar instrucción cívica a los adolescentes o escribir interminablemente en un cuarto de la Pensión Varzilio. Pero habían empezado las vacaciones de verano y yo aprovechaba para volver a Buenos Aires donde me esperaban mis amigos, los cafés del centro, amores desdichados y el último número de Sur: Vos tocaste con tu Terceto en eso que llamás a secas “el club” y que conocí muy bien, el Club Social de Chivilcoy detrás de cuyo amable nombre se escondían las salas donde el cacique político, sus amigos, los estancieros y los nuevos ricos se trenzaban en el póker y el billar. Cuando en tu carta le decís a Destoc que la discusión para que te aceptaran y te pagaran el concierto se libró junto a una mesa de billar, no me enseñás nada nuevo porque en ese club todas las cosas se libraban así. Muy de cuando en cuando, a regañadientes pero obligados a cuidar la fachada de las “actividades culturales”, los dirigentes accedían a un concierto o a una velada presuntamente artística, que pagaban mal y sin ganas y que escuchaban apoyándose entredormidos en el hombro de sus nobles esposas. 

       Si te hablara de algunas cosas que vi y escuché en esos tiempos no te sorprenderían demasiado y en todo caso te divertirían, vos que les contabas tantos cuentos a tus amigos como un preludio para aflojar los dedos antes de refugiarte en tu cuarto de hotel y escribir tus cuentos, justamente ésos que hubiera sido imposible contar sin destruir su razón más profunda. En esos mismos salones donde tocaste con tu terceto yo escuché, entre otras abominaciones, a un señor que primero contempló al público con aire cadavérico (probablemente tenía hambre) y luego exigió silencio absoluto y concentración estética pues se disponía a interpretar la... sinfonía inconclusa de Schubert. Yo me estaba frotando todavía los oídos cuando arrancó con un vulgar pot-pourri en el que se mezclaban el Ave María, la Serenata, y creo que un tema de Rosamunda; entonces me acordé de que en los cines andaban pasando una película sobre la vida del pobre Franz que se llamaba precisamente La sinfonía inconclusa, y que este desgraciado no hacía más que reproducir la música que había escuchado en ella. Inútil decirte que en el selecto público no hubo nadie a quien se le ocurriera pensar que una sinfonía no ha sido escrita para el piano.

       En fin, Felisberto, ¿vos te das cuenta, te das realmente cuenta de que estuvimos tan cerca, que a tan pocos días de diferencia yo hubiera estado ahí y te hubiera escuchado? Por lo menos escuchado, a vos y al “mandolión” y al tercer músico, aunque no supiera nada de vos como escritor porque eso habría de suceder mucho después, en el cuarenta y siete cuando Nadie encendía las lámparas. Y sin embargo creo que nos hubiéramos reconocido en ese club donde todo nos habría proyectado el uno hacia el otro, yo te habría invitado a mi piecita para darte caña y mostrarte libros y quizá, vaya a saber, alguno de esos cuentos que escribía por entonces y que nunca publiqué. En todo caso hubiéramos hablado de música y escuchado los discos que yo pasaba en una victrola más que rasposa pero de donde salían, cosa inaudita en Chivilcoy, cuartetos de Mozart, partitas de Bach y también, claro, Gardel y Jelly Roll Morton y Bing Crosby. Sé que nos hubiéramos hecho amigos, y andá a imaginar lo que habría salido de ese encuentro, cómo habría incidido en nuestro futuro después de conocernos en Chivilcoy; pero claro, justamente entonces yo tenía que irme a Buenos Aires y a vos se te ocurría elegir ese hueco para dar tu concierto.
       Fijate que las órbitas no solamente se rozaron ahí sino que siguieron muy cerca durante una punta de meses. Por tus cartas sé ahora que en junio del 40 estabas en Pehuajó, en julio llegaste a Bolívar de donde yo había emigrado el año anterior después de enseñar geografía en el colegio nacional, horresco referens. Andabas dando tumbos musicales por mi zona, Bragado, General Villegas, Las Flores, Tres Arroyos, pero no volviste a Chivilcoy, la batalla junto a la mesa de billar había sido demasiado para vos. Todo eso asoma ahora en tus cartas como de un extraño portulano perdido, y también que en Bolívar paraste en el hotel La Vizcaína, donde yo había vivido dos años antes de mi pase a Chivolcoy, y no puedo dejar de pensar que a lo mejor te dieron la misma pieza flaca y fría en el piso alto, allí donde yo había leído a Rimbaud y a Keats para no morirme demasiado de tristeza provinciana. Y el nuevo propietario que se llamaba Musella, te acompañó sin duda hasta tu pieza, frotándose las manos con un gesto entre monacal y servil que bien le conocí, y en el comedor te atendió el mozo Cesteros, un gallego maravilloso siempre dispuesto a escuchar los pedidos más complicados y traer después cualquier cosa con una naturalidad desarmante. 

    Ah, Felisberto, qué cerca anduvimos en esos años, qué poco faltó para un zaguán de hotel, una esquina con palomas o un billar de club social nos vieran darnos la mano y emprender esa primera conversación de la que hubiera salido, te imaginás, una amistad para la vida.
       Porque fijate en esto que mucha gente no comprende o no quiere comprender ahora que se habla tanto de la escritura como única fuente válida de la crítica literaria y de la literatura misma. Es cierto que a mí no me hizo falta encontrarte en Chivilcoy para que años más tarde me deslumbraras en Buenos Aires con El acomodador y Menos Julia y tantos otros cuentos; es cierto que si hubieras sido un millonario guatemalteco o un coronel birmano tus relatos me hubieran parecido igualmente admirables. Pero me pregunto si muchos de los que en aquel entonces (y en éste, todavía) te ignoraron o te perdonaron la vida, no eran gentes incapaces de comprender por qué escribías lo que escribías y sobre todo por qué lo escribías así, con el sordo y persistente pedal de la primera persona, de la rememoración obstinada de tantas lúgubres andanzas por pueblos y caminos, de tantos hoteles fríos y descascarados, de salas con públicos ausentes, de billares y clubes sociales y deudas permanentes. Ya sé que para admirarte basta leer tus textos, pero si además se los ha vivido paralelamente, si además se ha conocido la vida de provincia, la miseria del fin de mes, el olor de las pensiones, el nivel de los diálogos, la tristeza de las vueltas a la plaza al atardecer, entonces se te conoce y se te admira de otra manera, se te vive y convive y de golpe es tan natural que hayas estado en mi hotel, que el gallego Cesteros te haya traído las papas fritas, que los socios del club te hayan discutido unas pocas monedas entre dos golpes de billar. Ya casi no me asombra lo que tanto me asombró al leer tus cartas de ese tiempo, ya me parece elemental que anduviéramos tan cerca. No solamente en ese momento y esos lugares; cerca por dentro y por paralelismos de vida, de los cuales el momentáneo acercamiento físico no fue más que una sigilosa avanzada, una manera de que a tantos años de una mesa de billar, a tantos años de tu muerte, yo recibiera fuera del tiempo el signo final de la hermandad en esta helada medianoche de París.
       Porque además también viviste aquí, en el barrio latino, y como a mí te maravilló el metro y que las parejas jóvenes se besaran en la calle y que el pan fuera tan rico. 

    Tus cartas me devuelven a mis primeros años de París, tan poco tiempo después que vos; también yo escribí cartas afligidas por la falta de dinero, también yo esperé la llegada de esos cajoncitos en los que la familia nos mandaba yerba y café y latas de carne y de leche condensada, también yo despaché mis cartas por barco porque el correo aéreo costaba demasiado. Otra vez las órbitas tangenciales, el roce sigiloso sin que nos diéramos cuenta; pero qué querés, a mí me tocaría encontrarte en tus libros y a vos no encontrarme en nada; en este territorio en que habitamos eso no tuvo ni tiene importancia, como no la tiene el que ahora yo no lleve esta carta al correo. De cosas así vos sabías mucho, bien que lo mostrás en Las manos equivocadas y en tantos otros momentos de tus relatos que al fin al cabo son cartas a un pasado o a un futuro en los que poco a poco van apareciendo los destinatarios que tanto te faltaron en la vida.
       Y hablando de faltas, si por un lado me duele que no nos hayamos conocido, más me duele que no encontraras nunca a Macedonio y a José Lezama Lima, porque los dos hubieran respondido a ese signo paralelo que nos une por encima de cualquier cosa, Macedonio capaz de aprehender tu búsqueda de un yo que nunca aceptaste asimilar a tu pensamiento o a tu cuerpo, que buscaste desesperadamente y que el Diario de un sinvergüenza acorrala y hostiga, y Lezama Lima entrando en la materia de la realidad con esas jabalinas de poesía que descosifican las cosas para hacerlas acceder a un terreno donde lo mental y lo sensual cesan de ser siniestros mediadores. Siempre sentí y siempre dije que en Lezama y en vos (y por qué no en Macedonio, y qué hermoso saberlos a todos latinoamericanos) estaban los eleatas de nuestro tiempo, los presocráticos que nada aceptan de las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de lógica, Felisberto, nadie lo supo mejor que vos a la hora de Menos Julia y de La casa inundada.

       Bueno, se me acaba el papel y ya sabemos que el franqueo es caro, por lo menos el que paga el lector con su atención. Acaso hubiera sido preferible callar cosas que siempre supiste mejor que los demás, pero confesá que la historia de la sinfonía inconclusa te hizo reír, y que seguro te gustó saber que habíamos estado tan cerca allá en las pampas criollas. Esta carta te la debía aunque no sea ni de lejos las que te escriben otros más capaces. A mí me pasó lo que vos mismo dijiste tan bien: “Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado”. Ahora llega el otro sueño, el de las dos de la mañana. Déjame que me despida con palabras que no son mías pero que me hubiera gustado tanto escribirte. Te las escribió Paulina también de madrugada, como un resumen de lo que había encontrado en vos: Las más sutiles relaciones de las cosas, la danza sin ojos de los más antiguos elementos; el fuego y el humo inaprehensible; la alta cúpula de la nube y el mensaje del azar en una simple hierba; todo lo maravilloso y oscuro del mundo estaba en ti.

    Te querrá siempre
    .

    Julio Cortázar