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CON LOS LIBROS, PARA LOS LIBROS, POR LOS LIBROS. si tu intención es escribir, hazlo con sencillez y claridad; la elegancia déjasela al sastre...(anónimo) * * * * * * * * BLOG de Juan Yáñez, dedicado a la literatura

martes, 8 de mayo de 2018

ALLÁ LEJOS Y HACE TIEMPO - Guillermo Enrique Hudson

LIBROS Y LECTORES


                                               (Far Away and Long Ago - A History of My Early Life en inglés) es un libro autobiográfico, con la particularidad de que está escrito por un argentino en idioma inglés. Su autor es Guillermo Enrique Hudson o William Henry Hudson (en inglés). Fue escrito cuando tenía más de 75 años, en el Reino Unido en 1918 en el que evoca su niñez y juventud pasadas en una zona rural de Argentina, su país natal.
Su autor, había nacido en Quilmes, hoy, una localidad muy cercana al centro de Buenos Aires en 1841 y fallecido en Wort Aireshing, Inglaterra en 1922). Fue un naturalista y escritor. Sus padres llegaron desde Boston al Río de la Plata en 1837, se afincaron en una zona rural donde actualmente se ubica la localidad de Ingeniero Juan Allan, que en ese entonces se encontraba en el partido de Quilmes y actualmente se encuentra en el partido de Florencio Varela Compraron una pequeña estancia de 400 varas y comenzaron la cría de ovejas. Guillermo Enrique, que fue el cuarto hijo, tenía un vivo interés por la naturaleza en general y por los pájaros en particular, al punto que la gente del lugar le decía el “hombre de los pájaros”. Emigró al Reino Unido en 1874 donde prosiguió sus estudios de ornitología y publicado varios libros sobre el tema. Escribió en 1918 su obra autobiográfica Allá lejos y hace tiempo.


FRAGMENTO DE LA OBRA
"La casa donde yo nací, en las pampas sudamericanas, tenía el pintoresco nombre de Los Veintecinco Ombúes; pues allí había justamente veinticinco de estos árboles nativos de gigantesco tamaño. Se encontraban muy separados entre sí, formando una hilera de unos cuatrocientos metros. El ombú es un árbol verdaderamente singular. El mero hecho de ser el único representante de vegetación arbórea autóctona en aquellas planicies y de estar relacionado con muchas y
muy extrañas supersticiones lo convierte de por sí en una especie de fábula, rodeándolo con un halo de misterio. Pertenece a la rara familia de las Fitolacáceas y tiene una enorme circunferencia que alcanza en algunos casos catorce y aun dieciocho metros. Con todo, su madera es tan blanda y esponjosa que se puede cortar con un cuchillo y resulta
absolutamente inservible como leña para el fuego porque una vez cortada no sólo no se seca, sino que además se pudre, cual si fuera una sandía madura. Crece muy lentamente y sus hojas, grandes y lustrosas, de color verde oscuro son venenosas al igual que las del laurel de
flores rosas. Quizá como consecuencia de su total inutilidad termine por extinguirse como los hermosos pastos que crecían en la misma región de las pampas. En esta era eminentemente práctica, el hombre
deja caer rápidamente el hacha sobre la raíz de aquellas cosas que, a su modo de ver, sólo son un estorbo en la tierra. Sin embargo, antes de que se plantaran otros árboles, el primitivo e impotente ombú tenía sus usos. Hacía las veces de gigantesco mojón para el viajero que atravesaba la vasta y monótona llanura, y proveía de dulce y fresca sombra
al hombre y a su caballo en el verano. También el curandero se servía de él: solía cortar algunas dé sus hojas para el paciente que requiriera un remedio verdaderamente violento para su mal. Nuestros árboles tenían cerca de un siglo. Eran muy corpulentos y como se hallaban sobre una elevación del terreno se los podía divisar fácilmente a una distancia de hasta tres leguas. A la hora de la siesta, en el verano, la gran cantidad de vacas y ovejas que teníamos, acostumbraba descansar aprovechando su sombra. Uno de esos enormes árboles solía proporcionarnos un espléndido
escenario para nuestros juegos infantiles. A menudo nos encaramábamos, llevando a cuestas unos tablones con los que construíamos sólidos puentes de una rama a la otra, y, después del almuerzo, mientras nuestros mayores descansaban, llevábamos a cabo nuestros "arbóreos"
juegos sin que nadie nos molestara.
Además de los famosos veinticinco ombúes, había cerca de la casa,dentro de nuestro terreno, otro árbol de diferente especie. En todo el pago se lo conocía como “El Árbol” y debía tan exclusivo título al hecho de ser único en aquella parte del país. Por otra parte, nuestros vecinos criollos afirmaban que se trataba de un ejemplar único en el mundo. Corpulento, añoso, de corteza blanda, exhibía unas largas y
blandas espinas del mismo color en contraste con su perenne follaje verde oscuro. Florecía por noviembre, un mes tan caluroso como el de julio en Inglaterra; se cubría entonces de borlas formadas por diminutas flores color amarillo muy pálido, que parecían de cera. Las suaves brisas del verano llevaban volando en sus alas la exquisita fragancia de estas florecillas y así era como nuestros vecinos se enteraban de que “El Árbol” se hallaba en plena floración. Venían a casa a
pedir una rama con la cual perfumar sus humildes hogares".
Guillermo Enrique Hudson

jueves, 19 de abril de 2018

DE CENSOR A CENSURADO


Camilo José Cela

                                 El propio Camilo José Cela había ejercido de censor en 1943, según él para ganarse la vida. ¿Cómo vivió personalmente la cruel paradoja de experimentar el mordisco de la censura franquista alguien que previamente había trabajado para ese engranaje? “Pues no es fácil contestar a eso; y es indiscutible que eso fue así… , pero la característica principal de Camilo José Cela era el ser una contradicción continua, una paradoja en diferentes planos, y ese es el motivo por el que creó obras geniales. Es difícil entender tantas contradicciones en torno a una persona, por ejemplo, esa de haber sido censor y luego sufrir la censura”, explica Camilo José Cela Conde. Tanto Jorge Urrutia como Adolfo Sotelo, que firman en el libro sendos estudios sobre el autor y su obra (al igual que Darío Villanueva, Camilo José Cela Conde, Pedro Álvarez de Miranda, Eduardo Godoy, Noemí Montetes, Dru Dougherty y Amalia Barboza, además de incluirse el Censo de personajes escrito en su día por Caballero Bonald), aseguraron airados en la presentación del libro que la tarea de censor de Cela no tuvo importancia alguna y que lo esencial es su obra literaria.

Una obra, eso sí, llena de páginas zarandeadas. Y en el caso de La colmena, un ejemplo de cómo el banal pasado puede atrapar a un escritor genial.


Camilo José Cela: el rostro oculto de un premio nobel
Cristóbal García Vera
Rebelión

                                                    Tras la muerte de Camilo José Cela, el 17 de enero del año 2002, los medios de comunicación españoles reprodujeron y ampliaron una auténtica avalancha de elogios sobre la obra y la vida del académico de la lengua y premio Nobel de literatura. No podía ser de otro modo. Es una vieja tradición española demostrar el respeto por los difuntos - o al menos por algunos- resaltando sus bondades e intentando olvidar sus defectos. Aún así, resulta especialmente reveladora la amnesia colectiva que afectó a políticos, periodistas, eclesiásticos, escritores y editores a la hora de enjuiciar la trayectoria del escritor gallego. Entre sus colegas - con algunas excepciones como la del catalán Juan Marsé - los reconocimientos fueron generales.

En el área editorial esta unánime devoción fue rota tan solo por la aparición de una biografía que bajo el título "Desmontando a Cela"(Ediciones Libertarias) vino a constituir un solitario contrapunto en ese bosque de cumplidos y bombos mutuos en el que, a menudo, se convierte la investigación periodística española. Tomas García Yebra, el autor de este magnífico trabajo, traza una semblanza de Cela en la que se ponen al descubierto facetas de su recorrido personal y literario que habían permanecido oportunamente encubiertas tras el brillo de los premios y los honores institucionales.

Y es que, Don Camilo fue lo que suele reconocerse en nuestra sociedad como un "hombre de éxito": prestigioso y cotizadísimo novelista, articulista sin precio y dueño de un millonario patrimonio. Frecuentó a ministros - Federico Trillo fue el padrino en su boda con la periodista Marina Castaño- e incluso llegó a ejercer brevemente como senador gracias al democrático dedo de Juan Carlos I. Sin duda, esta consagrada posición social influyó decisivamente en la edulcorada imagen que se fabricó de él para su consumo popular: La de un genial escritor, íntegro aunque algo mal hablado y con un carácter difícil.

Así pues, no es extraño que los últimos descubrimientos sobre el personaje hayan sido acogidos por muchos con cierta sorpresa. Muy recientemente, el diario londinense The Guardian acusaba a Cela - basándose en unos documentos descubiertos por el historiador Pere Ysàs- de haber sido espía de la dictadura franquista y delator de otros escritores e intelectuales durante la década de los sesenta. Un viejo informe del Ministerio de Información ha desvelado que Camilo José Cela no se conformaba con denunciar a sus compañeros; sino que se permitía sugerir a los jerarcas del régimen - en ese caso concreto a Manuel Fraga- que utilizaran el soborno como procedimiento para "recuperar" a los intelectuales disidentes con convicciones menos arraigadas. En realidad, esta sucia y hasta ahora ignorada historia encaja a la perfección con la calidad humana del difunto marqués. Nos brinda, por tanto, una magnífica oportunidad para recordar quién fue realmente este aclamado "prohombre" al que,
aún hoy, recuerdan con veneración en ciertos círculos supuestamente progresistas.

martes, 13 de febrero de 2018

Casa tomada Julio Cortázar


LIBROS Y LECTORES

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua
(hoy que las casas antiguas sucumben a la más
ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba
los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno,
nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo
que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho
personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana,
levantándonos a la siete, y a eso de las once yo le
dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me
iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales;
ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos
platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en
la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para
mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la
que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes
sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther an-
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tes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los
cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro,
simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria
clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos
en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y
esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían
al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos;
o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente
antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie.
Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día
tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto,
yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en
esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era
así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno,
medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces
tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque
algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el
montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma
de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle
lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores
y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas
salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente
si había novedades en literatura francesa. Desde
1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y
de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto
qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer
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un libro, pero cuando un pulóver está terminado no se
puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de
abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas,
verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una
mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba
hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida,
todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero
aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido,
mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las
horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas
yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde
se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa.
El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres
dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada,
la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo
con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del
ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros
dormitorios y el living central, al cual comunicaban los
dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán
con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De
manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y
pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros
dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte
más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la
puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa,
o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la
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puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la
cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía
uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión
de un departamento de los que se edifican ahora, apenas
para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de
la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble,
salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se
junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad
limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra
cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una
ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y
entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo
sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire,
un momento después se deposita de nuevo en los muebles
y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple
y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su
dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me
ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo
hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta
al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el
comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo,
como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado
susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo
o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde
aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta
antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apo-
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yando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro
lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de
vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
–Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado
la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos
cansados.
–¿Estás seguro?
Asentí.
–Entonces –dijo recogiendo las agujas– tendremos
que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó
un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un
chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos
dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos.
Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban
todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas,
un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo
sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella
de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero
esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún
cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
–No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido
al otro lado de la casa.
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Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó
tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve
y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos
de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a
la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos
bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el
almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche.
Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener
que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a
cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio
de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo
para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros,
pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar
la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para
matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en
sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene
que era más cómodo. A veces Irene decía:
–Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un
dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un
cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello
de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco
empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba
enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua
o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la gar-
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ganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes
sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros
dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche
se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar,
toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave
del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día
eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas
de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filaté-
lico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza.
En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte
tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene
cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado
ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan
en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio,
pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living,
entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta
pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo
que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a
soñar en alta voz, me desvelaba enseguida).
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De
noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que
iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la
puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal
vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del
pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi
brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir
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palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando
claramente que eran de este lado de la puerta de roble,
en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba
el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la
hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos
hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre
sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y
nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
–Han tomado esta parte –dijo Irene. El tejido le colgaba
de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se
perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado
del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
–¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? –le pregunté
inútilmente.
–No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil
pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las
once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene
(yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle.
Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de
entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a
algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en
la casa, a esa hora y con la casa tomada. FIN
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Colección: Cortázar: 100 años
Fotografía: © Sara Facio
© Julio Cortázar, 1951 y herederos de Julio Cortázar
Esta licencia ha sido concedida gratuitamente por los herederos del autor.
Bestiario es un libro publicado por Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A.
de Ediciones y sus derechos están protegidos por la ley.
Av. Leandro N. Alem 720, (1001) Ciudad de Buenos Aires
www.alfaguara.com.ar
República Argentina, mayo de 2014
Cartografía Cortázar
Entre nosotros y en estos años lo que cuenta no es ser un escritor latinoamericano
sino ser, por sobre todo, un latinoamericano escritor.
Julio Cortázar, “Clases de literatura”
Cortázar lúdico: Muchos de sus textos invitan al juego. La novela Rayuela es el caso
más emblemático: desde la página inicial el autor ofrece la posibilidad de seguir
una lectura lineal u otra que se bifurca en un recorrido a los saltos. También
allí se presenta el glíglico, lenguaje e invención del amor. “Final del juego”,
“Graffiti” y “Continuidad de los parques” son otros textos que proponen esta
línea en complicidad con el lector, ya sea desde la trama, la materialidad de la
palabra, la construcción de personajes. Se trata de jugar sin solemnidad pero
de la manera más seria posible.
Cortázar político: En una de sus clases, Cortázar se refiere al impacto que su primera
visita a Cuba (1962) produjo en su concepción política del mundo. La intervención
en Nicaragua y su colaboración con la defensa de los derechos humanos, en
particular denunciando los crímenes de la dictadura en la Argentina, lo ubican
en un alto nivel de compromiso. Este posicionamiento puede rastrearse en textos
como Reunión y El libro de Manuel, sobre el que cedió derechos para solventar gastos
de defensa de los presos políticos argentinos.
Cortázar poético: Lo poético desborda su prosa. Alto el Perú, Los autonautas de la cosmopista,
Salvo el crepúsculo, Último round se apoyan en el ritmo poético. Prosa del
observatorio suma la fotografía y construye una visión poderosa que va más allá del
verso. Rayuela en su conocidísimo capítulo 7 sintetiza esta propuesta. La música
también, fundamentalmente el jazz, conduce muchos textos como “El perseguidor”,
Pameos y Meopas y nuevamente Rayuela. En todos ellos se cuela una mirada
extrañada del mundo que no se atiene a estructuras sino que las reinventa.
Cortázar cronista de su tiempo: Él nos ubica en un rol de lectoras y lectores activos
y presentes. Las referencias a las noticias, a los lugares, a los conflictos, a la
libertad de prensa son constantes en su prosa, que da cuenta de un hombre
comprometido con su tiempo, atento observador de la realidad. Así, Nicaragua
tan violentamente dulce y La vuelta al día en ochenta mundos son testimonios vitales
para la sociedad actual.