Juan Yáñez
""...(dijo) En tono de arrabal:
--Usted es el pianista que va para X?
--Sí señor.
--Je, lo saque por la "pinta".
Me desconcertó. Y cuando yo le iba a preguntar quién era:
--Yo soy el "bandolión".
--¡Ah! Bueno...¿usted conoce al "violín"
--No.""
...--¿Tenés parientes...o vas a dar un concierto?
--Ya te explicaré. (Nos sentamos en un lugar a propósito) ¿Así que te vas a tocar en una orquesta a X?
¿Por cuánto tiempo?
--Tres meses.
--¿A un cine?
--No a un café.
--Mejor se toca menos. ¿Te pagan bien?
--Noventa pesos.
--Bueno.
(Fragmento de pre-original de "Tierras de la Memoria" Felisberto Hernández)
Felisberto Hernández (1902 -1964) fue un escritor uruguayo
que contaba entre otras dotes, ser compositor y pianista que se dedicara a la
literatura de una manera muy particular, apartado de cualquier corriente
literaria y con una imaginación prodigiosa A propósito de ello, Italo Calvino,
quien prologara una versión italiana de
sus obras, lo definiera como "un escritor que no se parece a nadie: a
ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos, es un francotirador que desafía toda clasificación y todo
marco, pero se presenta como inconfundible al abrir sus páginas".. Sin
embargo los relatos de madurez de Felisberto de una informalidad más depurada pueden
considerarse ubicados dentro del la categoría del clásico cuento fantástico
latinoamericano que contara con diversos autores.
“Las aventuras de un pianista sin dinero,
en donde el sentido de lo cómico transfigura la aventura de una vida tejida de
derrotas, son los puntos de partida de los relatos del uruguayo Felisberto Hernández.
Basta que comience a narrar las miserias que se ha desarrollado entre las
orquestas de Montevideo y las giras de concierto por los villorrios de
provincia del Río de la Plata ,
(Provincia de Buenos Aires, Argentina) para que se amontonen sobre sus páginas
los gags, las alucinaciones, las metáforas, en donde los objetos toman vida
como las personas. Pero éste es solamente el punto de partida. Lo que
desencadena la imaginación de Felisberto son las invitaciones inesperadas que
abren al tímido pianista las puertas de mansiones misteriosas, de quintas
solitarias en donde habitan personajes ricos y excéntricos, mujeres llenas
secretos y neurosis…”
(Italo Calvino, “Las zarabandas mentales de Felisberto Hernández”)
Julio Cortazar “Carta en mano propia”
(Prólogo a
Novelas y cuentos;
Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985)
Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985)
"Felisberto, tú sabés" (no escribiré “tú sabías”; a los dos nos gustó
siempre transgredir los tiempos verbales, justa manera de poner en crisis ese
otro tiempo que nos hostiga con calendarios y relojes), tú sabés que los
prólogos a las ediciones de obras completas o antológicas visten casi siempre
el traje negro y la corbata de las disertaciones magistrales, y eso nos gusta
poquísimo a los que preferimos leer cuentos o contar historias o caminar por la
ciudad entre dos tragos de vino. Descuento que esta edición de tus obras
contará con los aportes críticos necesarios; por mi parte prefiero decirles a
quienes entren por estas páginas lo que Antón Webern le decía a un discípulo:
“Cuando tenga que dar una conferencia, no diga nada teórico sino más bien que ama
la música”. Aquí para empezar no habrá ni sospecha de conferencia, pero a vos
te divertirá el buen consejo de Webern por la doble razón de la palabra y la
música, y sobre todo te gustará que sea un músico el que nos abra la puerta
para ir a jugar un rato a nuestra manera rioplatense.
Esto
de abrir la puerta no es un mero recuerdo infantil. En estos días en que andaba
dándole la vuelta a la máquina de escribir como un perrito necesitado de árbol,
encontré cosas tuyas y sobre vos que no conocía en los remotos tiempos en que
por primera vez leí tus libros y escribí páginas que tanto te buscaban en el
terreno de la admiración y del afecto. Y te imaginarás mi sorpresa (mezclada
con algo que se parece al miedo y a la nostalgia frente a lo que nos separa) cuando
llegué a un epistolario recogido por Norah Gilardi (Giraldi), en el que
aparecen las cartas que le escribiste a tu amigo Lorenzo Destoc mientras hacías
una gira musical por la provincia de Buenos Aires. Como si nada, sin el menor
respeto hacia un amigo como yo, fechás una carta en la ciudad de Chivilcoy, el
26 de diciembre de 1939. Así, tranquilamente, como hubieras podido fecharla en
cualquier otro lado, sin demostrar la menor preocupación por el hecho de que en
ese año yo vivía en
Chivilcoy, sin inquietarte por la sacudida que me darías treinta y ocho años
más tarde en un departamento de la calle Saint-Honoré donde estoy escribiéndote
al filo de la medianoche.
No
es broma, Felisberto. Yo vivía entonces en Chivilcoy, era un joven profesor en
la escuela normal, vegeté allí desde el 39 hasta el 44 y podríamos habernos
encontrado y conocido. De haber estado a fines de ese diciembre no hubiera
faltado al concierto del Terceto Felisberto Hernández, como no faltaba a ningún
concierto en esa aplastada ciudad pampeana por la simple razón de que casi
nunca había concierto, casi nunca pasaba nada, casi nunca se podía sentir que
la vida era algo más que enseñar instrucción cívica a los adolescentes o
escribir interminablemente en un cuarto de la Pensión Varzilio.
Pero habían empezado las vacaciones de verano y yo aprovechaba para volver a
Buenos Aires donde me esperaban mis amigos, los cafés del centro, amores
desdichados y el último número de Sur: Vos tocaste con tu Terceto en eso
que llamás a secas “el club” y que conocí muy bien, el Club Social de Chivilcoy
detrás de cuyo amable nombre se escondían las salas donde el cacique político,
sus amigos, los estancieros y los nuevos ricos se trenzaban en el póker y el
billar. Cuando en tu carta le decís a Destoc que la discusión para que te
aceptaran y te pagaran el concierto se libró junto a una mesa de billar, no me
enseñás nada nuevo porque en ese club todas las cosas se libraban así. Muy de
cuando en cuando, a regañadientes pero obligados a cuidar la fachada de las “actividades
culturales”, los dirigentes accedían a un concierto o a una velada
presuntamente artística, que pagaban mal y sin ganas y que escuchaban
apoyándose entredormidos en el hombro de sus nobles esposas.
Si te hablara de algunas cosas que vi y escuché en esos tiempos no te sorprenderían demasiado y en todo caso te divertirían, vos que les contabas tantos cuentos a tus amigos como un preludio para aflojar los dedos antes de refugiarte en tu cuarto de hotel y escribir tus cuentos, justamente ésos que hubiera sido imposible contar sin destruir su razón más profunda. En esos mismos salones donde tocaste con tu terceto yo escuché, entre otras abominaciones, a un señor que primero contempló al público con aire cadavérico (probablemente tenía hambre) y luego exigió silencio absoluto y concentración estética pues se disponía a interpretar la... sinfonía inconclusa de Schubert. Yo me estaba frotando todavía los oídos cuando arrancó con un vulgar pot-pourri en el que se mezclaban el Ave María, la Serenata, y creo que un tema de Rosamunda; entonces me acordé de que en los cines andaban pasando una película sobre la vida del pobre Franz que se llamaba precisamente La sinfonía inconclusa, y que este desgraciado no hacía más que reproducir la música que había escuchado en ella. Inútil decirte que en el selecto público no hubo nadie a quien se le ocurriera pensar que una sinfonía no ha sido escrita para el piano.
En
fin, Felisberto, ¿vos te das cuenta, te das realmente cuenta de que estuvimos
tan cerca, que a tan pocos días de diferencia yo hubiera estado ahí y te
hubiera escuchado? Por lo menos escuchado, a vos y al “mandolión” y al tercer
músico, aunque no supiera nada de vos como escritor porque eso habría de
suceder mucho después, en el cuarenta y siete cuando Nadie
encendía las lámparas. Y sin embargo creo que nos hubiéramos reconocido en ese club donde todo nos habría
proyectado el uno hacia el otro, yo te habría invitado a mi piecita para darte
caña y mostrarte libros y quizá, vaya a saber, alguno de esos cuentos que
escribía por entonces y que nunca publiqué. En todo caso hubiéramos hablado de
música y escuchado los discos que yo pasaba en una victrola más que rasposa
pero de donde salían, cosa inaudita en Chivilcoy, cuartetos de Mozart, partitas
de Bach y también, claro, Gardel y Jelly Roll Morton y Bing Crosby. Sé que nos
hubiéramos hecho amigos, y andá a imaginar lo que habría salido de ese
encuentro, cómo habría incidido en nuestro futuro después de conocernos en
Chivilcoy; pero claro, justamente entonces yo tenía que irme a Buenos Aires y a
vos se te ocurría elegir ese hueco para dar tu concierto.
Fijate que las órbitas no solamente se rozaron ahí sino que siguieron muy cerca
durante una punta de meses. Por tus cartas sé ahora que en junio del 40 estabas
en Pehuajó, en julio llegaste a Bolívar de donde yo había emigrado el año
anterior después de enseñar geografía en el colegio nacional, horresco
referens. Andabas dando tumbos musicales por mi zona, Bragado,
General Villegas, Las Flores, Tres Arroyos, pero no volviste a Chivilcoy, la
batalla junto a la mesa de billar había sido demasiado para vos. Todo eso asoma
ahora en tus cartas como de un extraño portulano perdido, y también que en
Bolívar paraste en el hotel La
Vizcaína , donde yo había vivido dos años antes de mi pase a
Chivolcoy, y no puedo dejar de pensar que a lo mejor te dieron la misma pieza
flaca y fría en el piso alto, allí donde yo había leído a Rimbaud y a Keats
para no morirme demasiado de tristeza provinciana. Y el nuevo propietario que se
llamaba Musella, te acompañó sin duda hasta tu pieza, frotándose las manos con
un gesto entre monacal y servil que bien le conocí, y en el comedor te atendió
el mozo Cesteros, un gallego maravilloso siempre dispuesto a escuchar los
pedidos más complicados y traer después cualquier cosa con una naturalidad
desarmante.
Ah, Felisberto, qué cerca anduvimos en esos años, qué poco faltó
para un zaguán de hotel, una esquina con palomas o un billar de club social nos
vieran darnos la mano y emprender esa primera conversación de la que hubiera
salido, te imaginás, una amistad para la vida.
Porque fijate en esto que mucha gente no comprende o no quiere comprender ahora
que se habla tanto de la escritura como única fuente válida de la crítica
literaria y de la literatura misma. Es cierto que a mí no me hizo falta
encontrarte en Chivilcoy para que años más tarde me deslumbraras en Buenos
Aires con El acomodador y Menos Julia y tantos otros cuentos; es cierto que
si hubieras sido un millonario guatemalteco o un coronel birmano tus relatos me
hubieran parecido igualmente admirables. Pero me pregunto si muchos de los que
en aquel entonces (y en éste, todavía) te ignoraron o te perdonaron la vida, no
eran gentes incapaces de comprender por qué escribías lo que escribías y sobre
todo por qué lo escribías así, con el sordo y persistente pedal de la primera
persona, de la rememoración obstinada de tantas lúgubres andanzas por pueblos y
caminos, de tantos hoteles fríos y descascarados, de salas con públicos
ausentes, de billares y clubes sociales y deudas permanentes. Ya sé que para
admirarte basta leer tus textos, pero si además se los ha vivido paralelamente,
si además se ha conocido la vida de provincia, la miseria del fin de mes, el
olor de las pensiones, el nivel de los diálogos, la tristeza de las vueltas a
la plaza al atardecer, entonces se te conoce y se te admira de otra manera, se
te vive y convive y de golpe es tan natural que hayas estado en mi hotel, que
el gallego Cesteros te haya traído las papas fritas, que los socios del club te
hayan discutido unas pocas monedas entre dos golpes de billar. Ya casi no me
asombra lo que tanto me asombró al leer tus cartas de ese tiempo, ya me parece
elemental que anduviéramos tan cerca. No solamente en ese momento y esos
lugares; cerca por dentro y por paralelismos de vida, de los cuales el
momentáneo acercamiento físico no fue más que una sigilosa avanzada, una manera
de que a tantos años de una mesa de billar, a tantos años de tu muerte, yo
recibiera fuera del tiempo el signo final de la hermandad en esta helada
medianoche de París.
Porque además también viviste aquí, en el barrio latino, y como a mí te
maravilló el metro y que las parejas jóvenes se besaran en la calle y que el
pan fuera tan rico.
Tus cartas me devuelven a mis primeros años de París, tan
poco tiempo después que vos; también yo escribí cartas afligidas por la falta
de dinero, también yo esperé la llegada de esos cajoncitos en los que la
familia nos mandaba yerba y café y latas de carne y de leche condensada, también
yo despaché mis cartas por barco porque el correo aéreo costaba demasiado. Otra
vez las órbitas tangenciales, el roce sigiloso sin que nos diéramos cuenta;
pero qué querés, a mí me tocaría encontrarte en tus libros y a vos no
encontrarme en nada; en este territorio en que habitamos eso no tuvo ni tiene
importancia, como no la tiene el que ahora yo no lleve esta carta al correo. De
cosas así vos sabías mucho, bien que lo mostrás en Las
manos equivocadas y
en tantos otros momentos de tus relatos que al fin al cabo son cartas a un
pasado o a un futuro en los que poco a poco van apareciendo los destinatarios
que tanto te faltaron en la vida.
Y
hablando de faltas, si por un lado me duele que no nos hayamos conocido, más me
duele que no encontraras nunca a Macedonio y a José Lezama Lima, porque los dos
hubieran respondido a ese signo paralelo que nos une por encima de cualquier
cosa, Macedonio capaz de aprehender tu búsqueda de un yo que nunca aceptaste
asimilar a tu pensamiento o a tu cuerpo, que buscaste desesperadamente y que el Diario
de un sinvergüenza acorrala
y hostiga, y Lezama Lima entrando en la materia de la realidad con esas
jabalinas de poesía que descosifican las cosas para hacerlas acceder a un
terreno donde lo mental y lo sensual cesan de ser siniestros mediadores.
Siempre sentí y siempre dije que en Lezama y en vos (y por qué no en Macedonio,
y qué hermoso saberlos a todos latinoamericanos) estaban los eleatas de nuestro
tiempo, los presocráticos que nada aceptan de las categorías lógicas porque la
realidad no tiene nada de lógica, Felisberto, nadie lo supo mejor que vos a la
hora de Menos Julia y de La casa inundada.
Bueno, se me acaba el papel y ya sabemos que el franqueo es caro, por lo menos
el que paga el lector con su atención. Acaso hubiera sido preferible callar
cosas que siempre supiste mejor que los demás, pero confesá que la historia de
la sinfonía inconclusa te hizo reír, y que seguro te gustó saber que habíamos
estado tan cerca allá en las pampas criollas. Esta carta te la debía aunque no
sea ni de lejos las que te escriben otros más capaces. A mí me pasó lo que vos
mismo dijiste tan bien: “Yo he deseado no mover más los recuerdos y he
preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado”. Ahora llega el otro
sueño, el de las dos de la mañana. Déjame que me despida con palabras que no
son mías pero que me hubiera gustado tanto escribirte. Te las escribió Paulina
también de madrugada, como un resumen de lo que había encontrado en vos: Las
más sutiles relaciones de las cosas, la danza sin ojos de los más antiguos
elementos; el fuego y el humo inaprehensible; la alta cúpula de la nube y el
mensaje del azar en una simple hierba; todo lo maravilloso y oscuro del mundo
estaba en ti.
Te querrá
siempre
.
Julio Cortázar