Dictador paraguayo Gaspar Rodríguz de Francia |
(Escrito a la madrugada. Cuarto menguante)
Disfrazado de campesino llegué esa noche a Santa María. Hice esperar a mis
hombres a una legua, escondidos en el monte. Cubierto por mi sombrero de paja a dos
aguas, me metí en la fila de los enfermos que esperaban frente a la choza en la falda del
cerrito. Me tocó estar entre un paralítico y un leproso, echados en el suelo; el uno con
sus llagas y el aviso de su mal en un sombrero coronado de velas; el otro, sepultado
media res en la inmovilidad total. Me eché yo también, haciéndome el dormido, la cara
pegada a la tierra pelada con olor a mucho trajín de enfermedades. Los dejé pasar.
Cuando abrí los ojos me vi. frente a un hombre rechoncho, lozano, fresco. Melena
canosa, casi platinada. Pelo muy fino barriéndole el hombro. Idéntica a él, su voz me
dijo: No se saque el sombrero. No se descubra. No me tocó. No me auscultó. No
preguntó por mis males. En seguida, sin hablar, sin preguntar, supo más de mí de lo que
yo mismo sabía y podía contarle. Tome esto. Me tendió un manojo de bulbos y raíces.
Parecían mojados por una resina muy gomosa. Mande hervirlos y poner la infusión al
sereno durante tres noches seguidas. Sacó una petaquita parecida a la que yo uso para el
rapé. La abrió. Adentro fosforileó un polvillo con la verdosa luminosidad de
los lampiros. Este esto en la infusión. Tendrá su tisana de Corvisat. Casi sin aliento guardé los bulbos y la cajetilla en mi matula de peregrino. Intenté sacar unas monedas. Puso su mano sobre mi mano. No, dijo, mis enfermos no pagan. ¿Me conoció? Vida no es entendida, No me reconoció visual. Puede que no. Puede que sí. Lo que respetó fue el secreto contado sin palabras, a la sombra del sombrero que celaba mi sombra. Salí tropezando de puro contento en la infinidad de bultos tumbados en el suelo. Gentío semejante en la oscuridad a quejumbroso muerterío. Avancé pisando manos, pies, cabezas que se levantaban que me insultaban con el tremendo rencor de los enfermos. Pero aún esos insultos me hicieron más feliz todavía. La salud no conoce el lenguaje de la cólera. Yo la llevaba en mi bolsa.
Bebí la tisana por tres días. Durante tres años mi cuerpo desbebió todos sus males.
Editorial Ayacucho Pags. 230 / 231