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Fue uno de los
mayores escritores estadounidenses del siglo XX, premio Nobel en 1949, y autor
de una narrativa que supo influenciar a nombres como Gabriel García Márquez,
Juan Carlos Onetti y Juan José Saer. A 50 años de su muerte, que se cumplen el
6 de julio, Márgara Averbach, Sylvia Iparraguirre y Hernán Ronsino, reflexionan
sobre Las marcas que dejó Faulkner en sus vidas y en sus libros.
POR MARGARA AVERBACH Revista Ñ (2012)
EL HACEDOR. Al igual que en Balzac, toda la ficción de
Faulkner transcurre Yoknapatawpha, un condado inventado con su capital,
Jefferson. (Bettman)
Yo entré al mundo de
Faulkner a los catorce años. Apenas di un paso en ese universo, sentí que jamás
podría abandonarlo. Las historias de pueblo chico; la voz barroca, envolvente;
los personajes inolvidables, los hechos que rigen todo y jamás se dicen, todo
me atrapó de tal manera que seis meses después, me prohibí la lectura durante
un año: me había dado cuenta de que esa escritura se había colado en la mía y
la dominaba.
El Premio Nobel,
nacido en el Sur estadounidense, es uno de esos escritores que llevan a quienes
los siguen directamente hacia la emoción, que los arrastran a ella con un alud
de palabras infinitas pero cuidadosas, muy pensadas. Si, como dice Umberto Eco,
cada libro elige a sus lectores, los de Faulkner nos buscan a nosotros, los que
queremos sentir mientras leemos.
Ese llamado está
planificado: Faulkner tiene tácticas para arrebatarnos de nuestro mundo y
llevarnos al suyo. Por ejemplo, muchos de sus narradores empiezan a contar la
historia con indiferencia hasta que esa historia los va envolviendo y los
involucra por completo, a ellos y a los que leen. Eso le pasa al pueblo de
Jefferson, narrador del famoso cuento “Una rosa para Emily” y también a Quentin
Compson en ¡Absalón, Absalón! Por eso, Quentin en uno de mis libros favoritos
repitiendo una y otra vez que no, que no odia al Sur, que no lo odia. La
emoción no es casual, no.
Tampoco el largo de
las oraciones en Faulkner, esas frases que se vuelcan sobre sí mismas durante
veinte renglones, a veces más. Para entender por qué este rasgo típicamente
faulkneriano es uno de los ejemplos más cabales de la buena escritura, que
siempre borra las fronteras entre “forma” y “contenido”, hay que pensar en el
manejo del tiempo.
Faulkner nació en
una de esas familias blancas del Sur de los Estados Unidos que poseyeron
esclavos, las familias de las que surgieron los grandes líderes de la Independencia,
como Washington y Jefferson. A mediados del siglo XIX, el poder lo tenía el
Norte y el Sur perdió la Guerra Civil. Su forma de vida, totalmente dependiente
de la esclavitud, se extinguió con la Abolición. Los sureños blancos sintieron
que la cultura que habían perdido (más aristocrática, menos individualista y
menos interesada en el dinero que la del Norte, tal cual la definían ellos) era
mejor que la de los triunfadores. Por esa razón, la literatura sureña de
principios del siglo XX (Faulkner entre otros) mira con nostalgia crítica la
era anterior a la Guerra. Hace un análisis negativo de la esclavitud pero no
termina de entender que, sin ella, su forma de vida hubiera sido imposible. Por
eso, como bien dijo Sartre, el relato faulkneriano no conoce el futuro, camina
mirando hacia atrás, hacia el pasado.
En Faulkner, la
sintaxis está directamente relacionada con eso. Podría decirse que su sintaxis
mira a su propio pasado. La oración faulkneriana se ve interrumpida
constantemente por paréntesis muy largos, narraciones completas, subordinadas
dentro de subordinadas, enumeraciones infinitas. Cada pocas palabras hay que
releer el comienzo para no perderse. Así, el presente de la oración (que como
todo lenguaje es una línea, como el tiempo en Occidente) es incomprensible sin
su pasado.
Un ejemplo
cualquiera de La aldea (The Hamlet) (difícil entender el “estilo Faulkner” sin
un ejemplo): “A causa de eso había bebido un poco más de lo que acostumbraba,
cosa que (hombre de humor naturalmente caprichoso aunque sano y robusto), unida
a su terrible idea fija sobre lo femenino que las trágicas circunstancias de su
desgracia habían creado en él y el hecho de que no sólo debería regresar y
establecer una vez más contacto físico con el mundo femenino del que había abjurado
hacía tres años, sino que el momento en que se requeriría hacerlo sería
precisamente aquel (la hora entre el crepúsculo y la oscuridad) de toda la
jerarquía del día que él menos podía soportar ... lo había dejado en un estado
de ánimo impredecible y entonces fue cuando se dirigió al establo y encontró
que la vaca estaba ausente”.
"Unico dueño y
propietario"
La mayor parte de
la ficción faulkneriana transcurre en Yoknapatawpha, un condado inventado con
su capital, Jefferson, sus arroyos, sus pueblitos y sus latifundios. Faulkner
copia de Balzac la idea de crear un territorio dentro de una zona real del
mundo, en su caso, el estado de Mississippi. Desde El sonido y la furia
(reeditado ahora por Alfaguara) hasta Los rateros , su última novela, sus cuentos
y novelas van trazando la historia del condado y analizando así la del Sur
todo, marcadas ambas por la esclavitud, el racismo y la derrota en la Guerra
Civil.
Desde la llegada de
los blancos a la zona hasta el siglo XX, se puede seguir esa historia de libro
a libro. Es una historia completa desde un punto de vista blanco. Ahí están
todas las clases sociales del Sur: la aristocracia terrateniente y dueña de
esclavos; la diminuta clase media en los pueblitos; los esclavos negros; los
indios y los blancos pobres, a los que los sureños llaman “ white trash ”
(basura blanca, en traducción literal). Faulkner suele comparar esa sociedad (a
la que critica y defiende al mismo tiempo) con la norteña, corrupta,
individualista, obsesionada por el dinero. En el mapa de Yoknapatawpha, que
aparece en algunas ediciones, figura el número de habitantes, divididos en tres
razas (indios, negros y blancos) y una declaración famosa: “William Faulkner,
único dueño y propietario”.
Si se lee más de un
libro del autor, el regreso recurrente a ese mundo ficticio tiene un efecto muy
parecido al de la ficción “histórica”: cuando aparecen en un relato figuras
como Napoleón o San Martín, la acción parece continuarse fuera de las páginas
porque los lectores conocen la vida de los personajes. Los habitantes de
Yoknapatawpha viven más allá de cada libro. Los reconocemos de historia en
historia. El humor suicida de Quentin Compson en E l sonido y la furia es el
mismo que contaba el Sur en ¡Absalón, Absalón! ; el fiscal Gavin Stevens, la
misma persona racional y correcta en Intruso en el polvo y Gambito de caballo .
Por eso, los sentimos respirar más allá de las palabras. Por eso, la lectura de
Faulkner produce, en palabras del crítico francés Claude Edmond Magny, una
“fuerte sensación de realidad”.
Gabriel García
Márquez, Juan Carlos Onetti, Juan José Saer reformularon esta idea con sabor
latinoamericano. Por eso, el Macondo de García Márquez existe fuera de las
páginas de Cien años de soledad en muchos otros libros con todos sus José
Arcadios y sus Aurelianos (hay que agregar que el juego basado en la repetición
de los nombres también es faulkneriano: por ejemplo, hay dos Quentin Compson en
Yoknapatawpha, un varón y una mujer).
La relación de
Faulkner con sus lectores es interesante y muy compleja. Sus novelas pasaron
desapercibidas hasta que llegaron a Francia y a otros países, como Japón. Esa
repercusión en el exterior tuvo mucho que ver con la forma en que terminó por
convertirse en un autor canónico dentro de la cultura blanca estadounidense,
que por otra parte no es la única importante, mal que le pese a la parte
conservadora de la Academia. Al contrario, los cuentos del sureño siempre
tuvieron más popularidad y él vivió de ellos por un tiempo. En los cuentos,
claro está, las oraciones son más cortas y la comprensión mucho más fácil pero
la exigencia a los lectores sigue siendo mucha.
La naturaleza de
esa exigencia no es la misma que se encuentra en sus contemporáneos T. S. Eliot
y Ezra Pound, entre otros. Faulkner no hace citas constantes y por lo tanto, no
pide lecturas previas a quienes se asoman a su mundo. Lo que se necesita es
paciencia e ingenio para dilucidar lo que está pasando, tiempo para volver
atrás frecuentemente, al pasado sintáctico y argumental de lo que se lee porque
sin ese pasado, el presente es incomprensible. En ese sentido, la literatura de
William Faulkner es mucho menos elitista que la de autores como Eliot y Pound.
Por otra parte, su
relación con lo popular es profunda. Faulkner tomó géneros populares como el
policial, el gótico y el melodrama y los utilizó como herramientas expresivas.
De los dos primeros, le fascinó la importancia del pasado (en el gótico, los
fantasmas y las casas en ruinas son marcas de secretos anteriores en el
presente; en el policial clásico, el argumento reconstruye el pasado para
conseguir justicia: para saber quién es el asesino hay que relatar lo que ya
pasó); del melodrama, sacó las tácticas de la expresión emocional y el interés
por la culpa, tan relacionada con la decadencia del Sur, decadencia que
reconocían todos los escritores del llamado “Renacimiento Sureño”.
Cuando Faulkner
estructura sus historias alrededor de esos géneros (y lo hace con mucha
frecuencia), ofrece un marco externo de mucha utilidad para la lectura. La
existencia de elementos del policial como un crimen, un detective, un culpable
es una guía para los lectores en los cuentos de Gambito de caballo , por
ejemplo. Tal vez por eso, sea aconsejable entrar al universo faulkneriano por
la puerta de esa serie de policiales cortos en los que el esquema de género
sirve al autor para hablar de su tema de siempre, el Sur en la modernidad.
Faulkner nunca fue
un “intelectual” en el sentido académico y elitista del término: al contrario,
vivió gran parte de su vida en su pueblo, Oxford, Mississippi, y desde ese
pueblo (que fue una fuente infinita de historias para él), inauguró una serie
de experimentos lingüísticos que marcaron el siglo XX. La variación del punto
de vista fue uno de ellos. Después de Faulkner, se expandió a todo el mundo,
incluyendo América latina y como todo en este autor, el uso de más de un punto
de vista en una misma narración tiene una dimensión filosófica y ética, además
de literaria.
La literatura
contemporánea entiende que el poder de una historia es de quien la cuenta.
Faulkner lo sabía. En Mientras agonizo , contó el mismo viaje terrible hacia
Jefferson en media docena de voces y demostró a sus lectores que cada narrador
ve lo mismo de distinta forma y que todas esas visiones son válidas. En
¡Absalón, Absalón! , cuatro personajes buscan el motivo del mismo asesinato.
Cada uno de ellos llega a una conclusión diferente y cada explicación se suma a
la anterior sin borrarla del todo, en el alud de sensaciones, palabras y
conceptos que caracteriza su obra. La conclusión final de Quentin, “No odio al
Sur”, resume la posición de todos los narradores y la de Faulkner con respecto
a la región que los vio nacer. No la odian, no saben cómo amarla. La defienden
y la critican al mismo tiempo.
Tiene sentido que
yo no supiera cómo salir de ese mundo: una vez que se entra en Yoknapatawpha es
muy difícil encontrar la salida. Y por otra parte, ¿para qué buscarla si en el
fondo uno no quiere irse, si todavía queda demasiado por explorar?
EL
BLOG OPINA
Un escritor
imposible de olvidar. Hablar de literatura de todos los tiempos y no
mencionar a Fauklner sería imperdonable. Supo como ninguno narrar literalmente
con un personal e inigualable enfoque. Un
clásico…